Angel Rekalde

Una comedia romántica

La población de una nación se siente parte de una experiencia compartida; de un relato colectivo; y las colectividades no existen en el instante puntual, sino en el tiempo real, que es un continuum pasado-presente-futuro. No entender esto es no saber qué es y cómo se construye una nación.

Lo sospechábamos; la dirección estratégica de la política de este país sale del armario y se decanta por los modelos del corazón y la prensa rosa. Del puño alzado y la revolución, al gesto melifluo de «paz y amor».

Hace unos días un personaje de esos que hasta ayer oficiaban de subversivos radicales, y no hace mucho se han transformado en autocríticos y pastel de fresas con nata, nos presentaba su receta para cambiar el mundo y hacerse querer con aire contrito. Lo ha contado en un libro. "Maitasun keinu bat". Como cualquier comedia romántica.

Lo desconcertante es que, tras ese esfuerzo de metamorfosis y ablandamiento para adaptarse al escenario español (que de eso se trata), su mirada más arisca y dura la dirige hacia las expresiones navarras del independentismo y a la lectura de la historia como un argumento de anclaje del sentimiento nacional. «Los relatos que se sitúan en el pasado están condenados». «Los mitos de Navarra no congenian con la mayoría social actual». «El relato de lo que fuimos genera una visión conservadora». «Esta visión no ofrece una oportunidad de emancipación»… (EITB, "Berria", "Noticias de Gipuzkoa", 07/06/2019).

«Cuerpo a tierra que vienen los míos», dicen que decían los carlistas. Con todo lo que nos ha caído en esta tierra, sólo nos faltaba un maestro armero empapado de pringue empalagoso y guiños de seductor.

No es mi intención amargarle el postre al escritor, ni discutirle la receta de merengue. Que ame todo lo que pueda, que seguro que le vendrá bien. Pero sorprende que en medio de tanto empalago se mantenga la tendencia de comulgar con los discursos de blanqueo de santurrones, clérigos, socialistas, liberales y otras versiones de sepulcros encalados: el Ejército de Ocupación del Norte, en las guerras carlistas, pasó a la historia con la etiqueta de fuerzas liberales, a pesar de que iban por los pueblos fusilando a la gente. El GAL lo diseñaron los socialistas… Y todavía creemos en los relatos de progresía y en la bondad de los «imperiales».

El problema de estos teóricos de pasarela es que no han salido a la calle a entender lo que piensa y siente su propia gente. Nadie fundamenta su relato nacional en el pasado… pero el pasado tiene su lugar y su función en el relato. La población de una nación se siente parte de una experiencia compartida; de un relato colectivo; y las colectividades no existen en el instante puntual, sino en el tiempo real, que es un continuum pasado-presente-futuro. No entender esto es no saber qué es y cómo se construye una nación.

Todos los relatos nacionales tienen una dimensión de futuro; para eso se construyen, para orientar a la gente hacia un proyecto de país; que sea conservador o progresista dependerá de la ideología, la voluntad y la correlación de fuerzas, no de un proceso mental rudimentario como el que nos propone el autor. Por si quiere aprender, le sugiero que observe tantos países prósperos que se inventaron el pasado o se fundamentaron en la religión, en la insularidad o en unos mitos de perogrullo. Dinamarca tiene a los brutales vikingos como antepasados nacionales.

Pero más allá de este pensamiento escueto y simplón, lo que me preocupa de esta reflexión es que no contempla la realidad del país; las tendencias que anidan en las personas, los grupos sociales, las hegemonías, los marcos de interpretación…

Basta con mirar las últimas elecciones para comprender que tú puedes pasar de la historia; pero la historia no pasa de ti. No pasa del país, ni las actitudes y posiciones de las gentes se establecen al margen de la lectura del pasado. Si, como apunta el escritor, desdeñamos ese debate, ¡el enemigo encantado! Le dejamos campo libre al discurso de la reacción. Llevamos siglos asimilando e interiorizando el relato de la dominación. Y ello tiene como consecuencia que sectores notables de la población se sientan navarros (y sólo navarros). Que vienen los vascos. Que en nuestro territorio nunca se habló el vascuence. Que Euskal Herria nunca existió, que es una invención de los nacionalistas, esos tipejos con boina y manos largas, por mucho amor y merengue que derrochen. Y estas lecturas que condicionan absolutamente votos y posiciones nacionales, se dan en paralelo en la Euskadi bizkaitarra, en la misma proporción; o en la parte continental, donde la grande nation es la francesa, y la nuestra sólo la petite. La de andar por casa. Que las fronteras que nos dividen y desarticulan nuestra construcción institucional son naturales. Porque así lo quiso dios; o la naturaleza; o el destino. Pero ninguna violencia ni irregularidad las levantó. Que nada de lo que nos unió, y serviría de patrimonio para una sociedad futura, en justicia y libertad (o en paz y amor), es válido, porque lo nuestro son mitos. Falacias, vamos. Que todo nuestro legado de rebeliones y resistencias, reclamaciones y luchas, son meras revueltas campesinas, motines del hambre, pero sin más razón. Seguro que añadiría que reaccionarias y sin perspectiva histórica. Hemos comprado el relato del opresor, y el autor del «gesto de amor» nos dice que se llama progresismo.

Olvida este autor que el debate de la identidad está en la base de la cohesión social –es posible que no sepa lo que es–. Que los que lo califican de identitario (¿conservador?) nos colocan subrepticiamente su identidad de Estado, su nación banal. Que la nación real se compone de mitos, sí, pero también de creencias, historias, vínculos emocionales, hábitos, interpretaciones compartidas… Y abandonar esta polémica es regalar el debate al Gran Hermano, que trafica con monsergas envenenadas, con mitos imperiales, con grandezas seculares. Con Elkano, Blas de Lezo, Ignacio de Loyola, los motines de Aranjuez, la batalla de Vitoria, la guerra de la independencia… Que este es un campo en el que, como otros, hay que pelear, y defender la verdad, con sus contradicciones, porque la verdad está de nuestro lado y la necesitamos en la labor de emancipación.

Percibo en el autor del glamour un toque de snobismo, un aire cosmopolita de no saber, no querer, no entender cómo piensa y siente el pueblo llano. Ese elitismo de no apreciar cómo y con qué se identifica nuestra gente. Quizás, en vez de literatura amorosa, lo que necesitamos es leer a Benjamin, a Gramsci, incluso tal vez a los griegos y su mundo trágico. Ya sabemos que son del pasado, pero si el futuro es la prensa del corazón, se nos anuncia un cuadro cardíaco.

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