José Ignacio Camiruaga Mieza

Una nueva versión de la guerra fría: Donald Trump y Papa Francisco

Hoy en día, Occidente −no me atrevo a decir el mundo− tiene en el escenario dos líderes que son polos opuestos: Donald Trump y el Papa Francisco. Es una Guerra Fría, un conflicto subterráneo, pero también visible entre el trono y el altar, entre el poder político y el poder eclesial. Sin pasión por ninguno de los dos (aunque tengo mi opinión y preferencia) trato de explicar los términos de esta Guerra Fría. En aras de la brevedad de mi reflexión, seguramente voy a ser demasiado simple en mis observaciones. Vamos allá.

Ambos se declaran cristianos, ambos quieren la paz, ambos son profundamente divisivos, aunque Donald Trump sabe que lo es y no le importa; mientras que el Papa Francisco considera inclusivo y ecuménico, a pesar de haber dividido la opinión en la Iglesia católica.

El cristianismo de Donald Trump es político y civil, en el sentido de que su preocupación es la defensa de la civilización cristiana y del capitalismo estadounidense frente a los enemigos externos e internos; y de hecho reúne a su alrededor varias iglesias evangélicas, dejando a su adjunto, James David Vance, la tarea de representar al componente católico.

El del Papa Francisco, en cambio, es un cristianismo moral y social más que religioso y confesional; se preocupa más del planeta, de los pobres, de los migrantes y menos de lo sagrado, de lo confesional y de la devoción. No se trata pues solamente de un conflicto entre poder temporal y poder espiritual. De hecho, la espiritualidad se distribuye entre los dos lados, Donald Trump y el Papa Francisco.

En cuanto a la paz, Donald Trump utiliza la fuerza, las amenazas y los aranceles para conseguirla, en nombre de un realismo duro pero incisivo. El Papa Francisco, en cambio, predica la paz, repitiendo sus mensajes hasta la saciedad, pero prácticamente nadie los escucha y hasta son ineficaces, aunque incluso se les otorgue un educado y diplomático acuse de recibo.

Por el momento, y mientras no se demuestre lo contrario, ningún pacifismo ha logrado derrotar una guerra y detener a los belicistas. Mientras que la fuerza, la disuasión y la negociación han podido realmente derrotar una guerra. «Si vis pacem, para bellum», decían los antiguos, y los modernos (pero también los antiguos) no han sabido encontrar mejor método para disuadir a los beligerantes que el uso de la fuerza y ​​del chantaje, que luego se convierte en intercambio – «do ut des»– y finalmente en pacto o contrato.

Dejando a un lado mis preferencias personales (que las tengo), los mensajes de Donald Trump son del tipo maquiavélico y tratan de entrar en la realidad para producir algún beneficio siempre interesado y particular a determinados individuos o grupos de la estructura, de la oligarquía, del poder, de... Los del Papa Francisco se mueven en un ritual que se vuelve repetido y no toca ni siquiera efectivamente a quien los escucha: los sermones papales suelen ser un derrame de la nada en el vacío, palabras sin sustancia, que no cambian las estructuras, no generan cambios ni siquiera en quien las escucha y dice que las acoge. Son sermones virtuosos que no cambian la realidad de las cosas. A lo sumo, sirven para hacer que las personas parezcan buenas personas y almas hermosas.

Tratando de mantener por mi parte una doble asimetría y una compleja equidistancia al relacionarme con ellos, el Papa Francisco parece venir de un mundo más conocido, más familiar, más cercano: la Iglesia romana, santa, apostólica y católica, la religión de nuestros padres, de nuestras madres y de nuestra civilización, tantas veces una religión vilipendiada, pero que ha dado al mundo, a pesar de borrones, caídas, equivocaciones..., milenios de luz y de consuelo, de belleza en las artes, de misericordia en la ayuda a los pobres y a los enfermos, de santidad en la vida de tantas personas. Además, el Papa Francisco viene de Sudamérica, un continente que nos es hasta más cercano.

Al contrario, hay algo extraño que intuimos en nuestras entrañas, en nuestra mirada y en nuestra escucha de Donald Trump: ese aire pomposo y vagamente amenazante para quienes no son estadounidenses, ese tono de voz estridente y petulante, esa cresta improbable; y luego su capitalismo desenfrenado, su mentalidad de magnate que monetiza todo y negocia todo. Si realmente hay que definirlo como cristiano, lo sentimos como mucho como protestante, calvinista, y si realmente hay que reconocerle una identidad adicional más allá de la americana, sus orígenes alemanes brillan con manifiesta relevancia. Lo que dice siempre suena como un mensaje norteamericano contra el resto del mundo.

Según él y con él nos hubiéramos ahorrado la guerra en Ucrania y cientos de miles de muertos, destrucción y daños económicos también para nosotros los europeos, con la excusa opuesta de «defender a Europa», aunque sea en realidad debilitándola y manteniéndola a merced de los grandes Estados Unidos de América. Sus deportaciones y repatriaciones no son diferentes a las practicadas por sus predecesores demócratas, aunque las ha hecho más espectaculares, para demostrar que está haciendo lo que sus votantes le pidieron. Donald Trump es realista y con crudo realismo propone nuevas soluciones que, por lo menos, a primera vista parecen las más desgarradoras y no se sabe si pueden ser una base concreta sobre la que luego razonar.

Del Papa Francisco no llegan soluciones, sino vagos llamamientos y proclamas amables, buenistas..., a una fraternidad que realmente no se vislumbra realmente posible, por poner un ejemplo, entre los dos pueblos −palestinos e israelíes−. Los suyos suelen ser llamamientos que tienen análogo grado de eficacia al de aquella canción «parole, parole...». Tampoco me engaño: el mismo mensaje de la canción «Imagine» de John Lennon no deja de ser un pacifismo a ultranza tan irónico como irreal.

Donald Trump y Francisco apuestan en Estados Unidos de América en primer lugar, sobre todo, y a partir de ahí en todo lo demás, en tanto en cuanto haga más grande a los Estados Unidos de América. Y el Papa Francisco piensa en un planeta verde y en una fraternidad universal con una mirada más benévola hacia el tercer mundo o el cuarto mundo.

Entiendo que, llegados aquí, cada uno tenemos (y tenemos derecho a tener) nuestras filias y fobias, nuestras preferencias y nuestros vínculos geopolíticos, religiosos, etc.

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