Víctor Moreno
Profesor

Unamuno en el Índice

La medida se tomó para «evitar confusiones doctrinales que podrían ser fatales para las almas y su salvación eterna».

En 1957, "L’Osservatore Romano" publicó un decreto de la Suprema Congregación del santo Oficio incluyendo en el Índice de Libros Prohibidos dos obras de Miguel Unamuno: "Del sentimiento trágico de la vida" y "La agonía del cristianismo".

Unamuno era un peligro «al recibir grandes elogios del mundo intelectual; exaltando su grandeza, se lo presentaba como un alto ejemplo en que debieran inspirarse las nuevas generaciones españolas». Curioso, porque, en 1935, la Universidad de Salamanca lo propuso para Nobel de Literatura por ser, precisamente, «uno de los representantes más importantes e interesantes de la espiritualidad y pensamiento españoles». Estaba claro que, en una España instalada en el integrismo del nacionalcatolicismo, Unamuno era una mosca cojonera teológica difícil de domar.

La persecución venía de antaño, pero cristalizó a partir de 1934. Entonces, Rafael García, obispo de Granada, sostuvo que Unamuno «erró siempre y nunca encontró el camino». Añadía que «había medio Unamuno que es magnífico, pero está negado por el otro medio que es pedestre». En 1938, Pla y Deniel, obispo de Salamanca y futuro primado de España, en la pastoral "Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos intelectuales" lo calificó de «hereje máximo y maestro de herejes». Extraño juicio, si se tiene en cuenta que ambos sujetos habían mantenido amistosas relaciones, Unamuno había muerto en 1936 y no podía defenderse de tal puñalada e, incluso, había alabado ciertas pastorales de «Su Menudencia», como así llamaban al obispo por su estatura.

En 1953, el guipuzcoano Antonio Pildain, natural de Lezo, publicó siendo obispo de Canarias, una violenta pastoral –de título "D. Miguel de Unamuno, hereje y maestro de herejes"–, motejándolo de «modernista y luterano» y «traidor intelectual». El catálogo de herejías señalado lo utilizaría Roma en 1957. Pildain arracimó 45 tesis heréticas en la obra de Unamuno. Lo que, más que un acto de piedad cristiana, era un acto de venganza retardada, aprendida en Shakespeare.

De este Pildain recordaría que en 1931, siendo canónigo, fue elegido diputado a Cortes por la Minoría Vasco-Navarra. Sobre el Estatuto de Autonomía dijo entonces que «vamos a pedirlo en nombre de la libertad vasca, en nombre de la libertad de Euzkadi, que está por encima de los Parlamentos de todos los Estados y de todas las Constituciones española y no españolas, habidas y por haber». Al parecer, en 1953 esa fiebre autonomista se le había enfriado.

En 1954, Jesús Mérida, obispo de Astorga, en su pastoral "La restauración cristiana de la cultura" lo calificó de «luterano racionalista». Se le sumarían dos descalificaciones más. Una de Menéndez-Reigada, obispo de Córdoba. Lo reputó como «masoquista torturante» y «enfermo de megalomanía». Otra del obispo Zacarías Vizcarra y Arana, de Abadiano, quien presentó a su paisano como «peligro para el bien común» ("Ecclesia", 20.2.1954).

En Navarra, "Diario", "Arriba" y "El Pensamiento" airearon la condena del santo Oficio, pero solo el periódico falangista contó que en los ambientes intelectuales italianos la medida causó gran revuelo. Por estos pagos, nadie levantó la voz. Lo habitual. Cuando lanzaba pestes contra la II República y Azaña, entonces, Unamuno era el gran defensor de la civilización cristiana contra las tendencias laicistas y ateas. Ya no digamos cuando aconsejaba a Azaña que «se suicidara para reconocer su error provocando una guerra civil» ("Diario", 16.8.1936).

El Decreto decía que no condenaba a Unamuno por su registro literario y filosófico. Matiz tan hipócrita como maniqueo. Como si fondo y forma se pudieran trocear so pena de falsear una obra. Cuando interesa se fustiga la forma, y, cuando no, el contenido. Típica actitud de censor.

Según Roma, Unamuno «negaba que se pudiera demostrar racionalmente la existencia de Dios, lo que es una negación de la fe en nombre de la razón y del orden trascendente». Más todavía, rechazaba «la espiritualidad e inmortalidad del alma, la Trinidad, la Divinidad de Jesucristo, el Pecado Original, la Transubstanciación de la Eucaristía, la Eternidad, las Penas del Infierno, rechazaba el culto a la Virgen y la infalibilidad del Papa». Visto así, resultaba extraño que, además de hereje, no lo acusaran de comunista.

El decreto aseguraba que «nadie que conozca, aunque sea superficialmente a la Iglesia católica, podrá sorprenderse de la inclusión de Unamuno en el Índice». Para nada. La medida se tomó para «evitar confusiones doctrinales que podrían ser fatales para las almas y su salvación eterna». Conocemos el eslogan eclesial: «quemar libros, salvar almas». Y, en ocasiones, achicharrar cuerpos.

También sostenía que «la Iglesia no se mueve en un campo de interés humano, ni tampoco es su cometido el de señalar los valores humanos en el mundo de la cultura». Si era así, extrañaba que dijera que la sociedad debería agradecer su decisión por negar que Unamuno «fuese representante de valores culturales fundamentales». ¿Acaso no aseguraba que solo juzgaba los valores culturales y humanos?

Resulta cínico que una institución, preocupada solo por los valores sobrenaturales, calificase su Decreto como «un ejemplo digno de ser ensalzado en una época en que individuos y sociedades aceptan los dictámenes de los dueños de la opinión pública como un sistema de imposición calculado para sofocar precisamente toda libertad de pensamiento» ("El Pensamiento", 2.2.1957). Pues esta Iglesia era la misma que, no solo negaba la libertad de leer los libros que uno quisiera, sino que, también, decretaba «la excomunión ipso facto de los que intentan atacar a las legítimas autoridades eclesiásticas» ("Diario de Navarra", 1.7.1950). Pío XII dixit.

En fin. La Iglesia católica, al defender la pureza de sus dogmas, lo único que ha conseguido es perseguir la defensa de la libertad individual en cualesquiera de sus manifestaciones. Como tantos otros, el caso Unamuno desnudó muy bien su intrínseca intransigencia y dogmatismo. Y ahí sigue. En el mismo dique.

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