Urdaibai: ¿bienvenido, mister Guggenheim?
Todavía veo al actor José Isbert asomarse al balcón del ayuntamiento de Villar del Río y, en el papel del alcalde Don Pablo, soltar su soflama ante una multitud enfervorizada por la inminente llegada de los americanos: «Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo, os la voy a pagar; porque yo, como alcalde vuestro que soy, os aseguro que para pagar esto ni un céntimo ha salido de las arcas públicas, porque en las arcas jamás ha habido un céntimo».
Han pasado siete largas décadas de esta memorable película de Luis G. Berlanga y estamos en las mismas. El alcalde actual bien pudiera ser el de Murueta o, mejor aún, Jose Mari Gorroño; y el pueblo, más bien villa, Gernika-Lumo. El decorado, ahora en color, difiere en algo. Gorroño, a diferencia de Don Pablo, ni está para tirar cohetes ni para arrastrar multitudes, por mucho que se pegue a la sombra del PNV o intente confederarse con algunas plataformas de pequeñas localidades de Busturialdea para autoarrogarse su representación.
El ambiente también ha cambiado, pero desgraciadamente, los yanquis no. No hay nada más que ver su «reconquista» de Europa sometiéndola a otro nuevo «Plan Marshall», tras implicarla de lleno en Ucrania en su guerra contra Rusia. Siguen siendo el mismo imperio, con el mismo proceder y con una democracia tan devaluada que roza la connivencia total con el fascismo, ahora en versión sionista exacerbada. Y siguen, también, como hicieron desde antes de su acta fundacional, queriendo conquistar territorios, apropiarse de recursos y, lo más valioso para sostener todo esto, comprar pueblos y anestesiar conciencias de individuos mediante «el sueño americano», una de las mayores estafas que, con la ayuda de Hollywood, se han inventado sobre la faz de este planeta.
Sí, setenta años después, Villar del Río se sitúa en Urdaibai, no solo desde un punto de vista cinematográfico. Es lo que tienen los imperios que, si les dejan, se establecen donde quieren. Es aquí, en Busturialdea, en plena Reserva de la Biosfera, donde los directores de esta nueva tragicomedia han elegido la localización perfecta para sus intereses y sin que a día de hoy se conozcan las razones para ello, salvo que se trate de algún tipo de ocurrencia combinada, en su versión más siniestra, con una bilbainada. «¿A que no lo hacemos?», dijo uno de los guionistas con residencia en el número 1071 de la Quinta Avenida, en su confluencia con la calle 89 de Manhattan (New York). «Eso está hecho», contestó el subordinado jelkide. «Yo pongo los planos y vuestros ciudadanos, es decir, nuestros súbditos, costean todo el proyecto con su dinero», replicó el primero con tono arrogante, haciendo a juego con su ya de por sí dilatada chulería imperial.
Sí, dicho y hecho, aunque de la ficción a la realidad exista, a veces, un pequeño trecho, en este caso diluido en la servidumbre debida al todopoderoso amigo del Norte, dominador de los pradales, perdón, de las praderas. Solo había que armar, en sentido figurado, al Séptimo de Caballería local para que acabara con los indígenas que todavía se rebelaban ante la colonización de su territorio. Solo había que «desbrozar» algunas malas hierbas y el ansiado Proyecto Estratégico de País estaría consumado: dos nuevos Museos que, como nuevos Faros de la Humanidad, irradiarían progreso y bienestar para toda la comarca de Busturialdea.
El guion era perfecto y contaba con una atractiva solución escenográfica: una nueva Estatua de la Libertad en forma de Museo sería colocada sobre la marisma arenosa de Murueta, justo donde un astillero con la licencia de actividad caducada desde hacía años había estado contaminando la zona durante décadas y, lo que aún era mucho más grave, sin que la autoridad pertinente y supuestamente responsable hubiera levantado inspección, ni elevado sanción alguna contra aquella empresa.
Había que elegir: o el Museo o el Caos. Así que ese sería el eslogan principal de la campaña publicitaria que se intentaría montar como promoción de la nueva película. Traducido a versión original: o vienen los americanos o nos sumimos en la pobreza.
Todo estaba bajo control. Las instituciones locales, desde el Gobierno Vasco, hasta la Diputación Foral de Bizkaia, y algunos ayuntamientos como el de Gernika, (donde "Salvar al soldado Gorroño" llevaba camino de convertirse en un auténtico remake de los que marcan época), todas ellas comenzaron a emplearse a fondo para agasajar a tan excelso huésped: los americanos de la Fundación Solomon R. Guggenheim que harían en su "Titanic" particular su entrada triunfal por la bocana de la ría.
Los preparativos alcanzaron un nivel nunca visto de dispendio con los propios residentes locales. «Todo por su Patria», era el otro eslogan al que también se apuntaba el otro productor en la ceremonia de los Oscar a la peor película imaginada jamás, y ese no era otro que el cada vez más desdibujado PSE-EE y su mentor único el PSOE, autores de grandes hitos cinematográficos, como «OTAN, de entrada no»; «La escopeta nacional», en coproducción con un tal Amedo; luego «El desencanto»; «El buen patrón», en coproducción con la CEOE; «Uno de los nuestros» (con el PP, CIU y el PNV); y «El viaje a ninguna parte», por citar algunos de sus films más importantes.
Todo eran fastos para recibir a los americanos. Se hicieron nuevas carreteras, se sanearon aguas contaminadas desde hacía décadas, se derribó un edificio que estaba catalogado como poseedor de un «valor patrimonial significativo»; se construyó otro (¡lo nunca visto!) para mil plazas de aparcamientos, se empezaron a combatir «plantas invasoras» que llevaban décadas campando a sus anchas por a marisma, se cambiaron los planes de ordenación urbana de tres municipios, se gastaron ingentes cantidades en hacer promoción del gran evento y, entre tanta algarabía y desconcierto, algunos comenzaron a frotarse las manos ante el «pelotazo urbanístico» que se preparaba en la comarca.
Llegó el día señalado para el «gran estreno» de aquella película con tintes de horror. La casa consistorial de Murueta estaba engalanada, como nunca antes se había visto en las más grandes celebraciones del municipio. Autoridades venidas de fuera, invitados de las más ilustres instituciones de la provincia, y toda una comitiva de funcionarios se asomaron al balcón consistorial para celebrar la llegada de los americanos que, según las últimas noticias, estaban ya a la altura de la bocana del puerto de Mundaka. En poco más de media hora llegarían a Murueta.
Primero habló el alcalde del municipio, luego los de Forua y Gernika-Lumo, a los que siguieron, en posiciones estelares, la diputada general de Bizkaia y el lehendakari, máxime impulsor del proyecto. En medio de un clima de euforia, con sus palabras se desató la preocupación entre algunos de los presentes: «Zuen lehendakari naizen aldetik, azalpen bat zor dizuet, eta zor dizuedan azalpen horregatik, ordainduko dizuet; zeren nik, zuen lehendakari naizen aldetik, ziurtatzen dizuet diru-kutxa publikoetatik ez dela atera zentimorik hori ordaintzeko, ez baita inoiz zentimorik egon kutxan».
El público presente comenzó a rumorear en pequeños círculos. Lo que decía no parecía resultar creíble, incluso ni para los más adeptos a la causa. Mucho menos aún para un grupo de detractores que arrinconados por las fuerzas de seguridad vascas («la Ertzaintza») les habían cercado bajo los soportales de la iglesia sin dejarles avanzar, aun cuando sus exclamaciones de protesta llegaban de forma estruendosa hasta el balcón consistorial: «Guggenheim Urdaibai STOP», «Urdaibai ez dago salgai»...
Algunas personas comenzaron a increpar a las autoridades. «Prevaricadores», voceó uno. «Yanquis go home», exclamó una señora con pamela. «Devolver los más de 140 millones de euros pagados por el pueblo y que os habéis gastado en esta excrecencia de Museo», gritó otro. «Aupa Urdaibai», dijo uno que parecía no haberse enterado del tipo de fiesta que se celebraba allí y que tenía pinta de remero.
Poco a poco aquello fue tomando un aspecto similar al de «El motín de la Bounty», un clásico del género de aventuras. La desbandada creció aún más cuando alguien dio una voz de alarma y todos se tiraron por la borda... escaleras abajo. Al parecer, la txalupa que traía a los americanos de la Fundación Solomon R. Guggenheim había embarrancado a la altura de Portuondo, y aunque varios campistas se habían lanzado al agua a rescatar a los náufragos, todavía continuaban desaparecidos dos invitados.
Minutos después, sobre el balcón del ayuntamiento no quedaba ya nadie y desde la esbelta torre de la iglesia de Murueta alguien lanzó un irrintzi que se oyó hasta el otro lado del estuario. ¿Por quién doblan las campanas», preguntó a los cielos un baserritarra que estaba intentando coger algún tomate de una cosecha que aquel verano estaba resultando aciaga?
Solo la ficción tenía la respuesta, como ocurre siempre en las películas. Era, no podía ser de otra forma a la altura de esta película, el espíritu de Ernest Hemingway, que volvía a Urdaibai para defender esta comarca frente a sus propios compatriotas, y unas autoridades vascas que querían sustituir el Museo de la Naturaleza que ya existía en Urdaibai, por otro sin vida guardado entre las frías paredes de un lugar al que le habían robado el alma.
No lo olvides: el próximo día 19 de octubre tienes una oportunidad de responder a esta imposición asistiendo a la manifestación que la plataforma Guggenheim Urdaibai STOP ha convocado en Gernika.
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