Joseba Pérez Suárez

Urdangarinismo, ese gran descubrimiento

Y como quiera que todo se pega, menos la hermosura, determinadas prácticas, contagiosas como el covid-19, también tienen su reflejo a la sombra de nuestro árbol de Gernika.

Adjudico a nuestro paisano el apelativo, aunque se trata de algo tan antiguo como el comer con los dedos. Ese «chivo expiatorio» sobre el que se cargaban todas las culpas de los antiguos judíos y era enviado al desierto con el ánimo de que las expiara, abrió las puertas a una práctica, no solo vigente a fecha de hoy, sino de palpitante actualidad en el ámbito de una sociedad como la nuestra, acostumbrada a descargar sus culpas siempre sobre espaldas ajenas. Una sociedad que ha convertido a la clase política en blanco de sus frustraciones, como si esta fuera fruto de la generación espontánea y no producto de una libre elección de quienes ahora la demonizan.

Y esa clase política, fiel reflejo de una ciudadanía acrítica y básicamente hedonista, ha encontrado en esta práctica una solución sencilla para grandes problemas, aprovechando el pasotismo de una sociedad más proclive al chiste fácil, al meme ingenioso o a la descalificación indiscriminada en la cola del súper, que a la simple, pero al parecer más dificultosa, aplicación del sentido crítico en la siguiente cita con las urnas.

Fue «nuestro» Iñaki Urdangarin ese mediático pagano cuyas desventuras terminaron por sacar a la luz una forma de hacer las cosas que lleva consolidada en la política estatal desde hace muchas décadas y que sigue generando pingües beneficios a su «establishment» político. Praxis consistente en disponer siempre de una persona interpuesta que cargue con el fardo que espaldas más sensibles no están dispuestas a soportar y padezcan los sufrimientos con los que estas no tienen intención de penar.

Aquél 3 de marzo gasteiztarra de infausto recuerdo, del que estos días se cumplen ya la friolera de 45 años, requirió (aún hoy lo hace) de sobredosis de desvergüenza para tapar la escalofriante barbaridad que supusieron cinco asesinatos y decenas de heridos de bala a manos de un cuerpo policial que, como dejó constancia su delatora emisora interna que todos escuchamos, no dudó en calificar de «masacre» aquella auténtica salvajada. Una desvergüenza que alimentó, incluso, aquél tribunal de justicia militar (como si estas dos últimas palabras no constituyeran, en sí mismas, un auténtico oxímoron), capaz de parapetarse tras una inadmisible «falta de pruebas» para evitar encontrar responsable alguno y poder dar carpetazo a semejante crimen.

Alguien debió caer en la cuenta de que era aquél un camino imposible de transitar por mucho tiempo (no fueron pocas las barbaridades archivadas de la misma forma) y abrió paso a esa vieja novedad que reivindica la figura del chivo expiatorio en todos y cada uno de los turbios asuntos que desde entonces florecen en esta autodenominada «democracia consolidada».

El mal sueño del 23-f sirvió para poner en práctica esa estrategia con un dudoso relato de los hechos, mediatizado, todavía hoy, por una vergonzosa ley de secretos oficiales que impide, 40 años después, desclasificar cantidad ingente de información que podría esclarecer por completo lo que entonces ocurrió de verdad. El hecho de que cuatro décadas después siga permaneciendo oculta, da idea de cuanto esconden supuestamente esos documentos. Obtuvimos, a cambio, el chivo sacrificial en la persona de un Tejero que, a todas luces, no parece la persona más creíble como organizadora de semejante levantamiento. Sigue existiendo un «elefante blanco» del que mucho se intuye y poco se sabe, pero cuya identidad permanece a salvo tras la figura de semejante energúmeno con tricornio.

Aquél chapucero GAL, petado de hampones de baja estofa y calificado por el juez como «grupos de delincuentes inconexos entre sí», mostró a la sociedad el auténtico hedor que emanaban las cloacas de un estado dispuesto a acabar con un serio problema de la forma más salvaje posible. Llevado por una aplicación literal del «ojo por ojo», se permitió bajar al inframundo de la violencia, situarse a la misma altura de quienes calificaba como terroristas, genocidas o desalmados, pero haciéndolo desde su estrado de impunidad, con el dinero recaudado, a modo de impuesto revolucionario, entre toda la sociedad a la que decían servir y aprovechando para hacer negocio particular con todo él, evidentemente sin solicitar permiso alguno a cada una de nuestras personas. Veintiocho asesinatos después de todo aquello, sólo el casual descubrimiento de dos cadáveres enterrados en cal viva muy lejos de sus casas permitió destapar una parte sensible de aquella aberración y hubo que recurrir a chivos expiatorios de más nivel del deseado para explicar todo aquél desaguisado. Una justicia convenientemente domesticada se encargaría de quitar hierro al asunto, soslayando la aparentemente inevitable calificación de «terrorismo de Estado» para lo que no podía calificarse de diferente manera, dejando sin aclarar toda la estructura y medios de semejante banda de delincuentes, además de ocultar convenientemente la identidad de aquél misterioso «señor X» que se suponía supremo hacedor de aquél despropósito, pero al que, al parecer, resultaba poco menos que imposible llegar a identificar. Las duras condenas que resultaron de todo aquello para semejantes «mandos intermedios» serían convenientemente dulcificadas por el propio Gobierno de sus supuestos rivales políticos y la cal restante del enterramiento de Busot pudo ser utilizada para cubrir definitivamente los rescoldos de aquella ignominia. Como diría la actual vice-lehendakari de nuestro gobierno autónomo «aquello ya está juzgado», a pesar de que el ochenta por ciento de aquellos asesinatos permanezcan aún pendientes de aclarar, incluso de investigar. En fin, fruslerías sin importancia, pelillos a la mar.

Extrañamente, a finales de este pasado año, Orlando Montano, a la sazón chivo expiatorio en el caso de asesinato del jesuita Iñaki Ellakuria y de las personas que con él convivían, por parte de un ejército salvadoreño al servicio de su corrupto gobierno, sí que pudo escuchar el calificativo de «terrorismo de Estado» sobre el que edificar la dura condena que le impuso la justicia española. Aquél argumento que sirvió al juez para esquivarlo en el «caso GAL» y que sostenía que semejantes delincuentes «defendían la estabilidad», ya ves tú, «aunque por métodos judicialmente repudiables» (como si a los milicos salvadoreños les movieran diferentes objetivo y maneras), no tuvo el mismo efecto sobre el similar caso ocurrido en el país centroamericano. Caso este en el que, al parecer, sí que resultó extremadamente fácil descubrir, oh sorpresa, todo el entramado gubernamental que promovió los asesinatos y a cuyo frente, el presidente Alfredo Cristiani resultó inductor directo de semejante tropelía. Personaje, el citado, que, dicho sea de paso, permanece cómodamente instalado en su país y a salvo de jueces extranjeros, cosa con la que ya se contaba cuando se acordó la sentencia y que contribuyó, seguramente, a que sus redactores pudieran explayarse a gusto, a sabiendas del nulo efecto que la sentencia habría de tener sobre la persona del sátrapa. Qué cosas estas de la justicia ¿verdad?

Y si el mentado Urdangarin tuvo que pechar con las duras consecuencias de haber emparentado con la familia «menos igual» de cuantas existen al sur de los Pirineos, bastaría un «yo no sabía nada» para que su amada consorte saliera de rositas de un marrón que, en el caso de cualquier otra familia del mismo estado, hubiera dado en la celda con los huesos de unos cuantos de sus componentes. Que se lo pregunten a esa tal Rosalía Iglesias («yo no sabía nada, mi marido nunca ha hablado conmigo de temas de trabajo»), hoy día encarcelada y que pasa por ser esposa de otro tal Luis Bárcenas, al que una vez allanado su domicilio y convenientemente limpiado de todas las pruebas inculpatorias que el antiguo tesorero popular guardaba en el mismo y que implicaban a las más altas esferas de su formación política, no ha habido dificultad alguna en convertir en chivo expiatorio que arrostre con las culpas de toda su anteriormente querida compaña, antes de poder dar por zanjado y convenientemente archivado un nuevo latrocinio a las arcas del Estado. Ya se sabe que Hacienda somos todos, pero siempre unos más que otros. Para todo hay un nivel.

Lo de Cristina Cifuentes y la reciente sentencia emitida por el consabido tribunal sobre el asunto de aquella tan rimbombante como falsa titulación por la Universidad Rey Juan Carlos (madre mía, hay nombres que los carga el diablo) constituye, cronológicamente hablando, el último eslabón de esta inacabable cadena que supone la búsqueda de un panoli capaz de cargar con el marrón, aunque eso implique las más rebuscadas artimañas para poder redactar una sentencia inculpatoria contra quien, en apariencia, no pasa de ser otro más de los chivos expiatorios con los que se tapan las vergüenzas más lacerantes. Le ha tocado esta vez a una de sus asesoras, que, cosas de la vida, acertó a pasar por donde no debía, el día menos indicado. Como recuerdo, se le ha quedado pegada una condena por «inducir al delito a su asesorada» que le supondrá una visita al penal que no le va a hacer demasiada gracia. Sólo a ella se le podía ocurrir falsificar un título para beneficio de la expresidenta, que, como todo el mundo supone, en ningún momento insinuó necesitarlo, ni presionó para obtenerlo, por mucho que apareciera blandiéndolo frente a la oposición en el parlamento de su comunidad como prueba supuestamente irrefutable de una cualificación profesional de la que ya le hubiera gustado disponer en la realidad. En resumidas cuentas, ese exceso de celo en su trabajo le ha jugado una mala pasada a la citada asesora, a la que nunca jamás, tengo por seguro, se le volverá a ocurrir interpretar «falsos sueños», qué duda cabe, de alguien situada en estatus de superior nivel. Mucho ojo con pisar charcos que pudieran salpicar, que la culpa, ya se sabe, siempre es del mayordomo.

Y como quiera que todo se pega, menos la hermosura, determinadas prácticas, contagiosas como el covid-19, también tienen su reflejo a la sombra de nuestro árbol de Gernika. Sirva como ejemplo el de ese Iñaki Arriola que, un año después de que los infortunados Alberto Sololuze y Joaquín Beltrán quedaran sepultados bajo toneladas de tóxicos desperdicios industriales en el descontrolado vertedero de Zaldibar, observa la situación desde el mismo puesto, aunque en distinta consejería, del que ocupaba cuando la mole de basura de cuya inspección periódica era directo responsable se vino abajo. Justo apenas días antes de que su departamento tuviera previsto incoar a la empresa titular el correspondiente expediente sancionador por determinadas irregularidades que, al parecer, sucedían desde hace años. Por cuestión de días, mira que también es casualidad ¿No les parece? Aunque también aquí hay chivo expiatorio; se llama Verter Recycling. En la citada empresa, no nos quepa duda, empiezan y acaban todo el problema y toda la responsabilidad… ¿No es así, sr. Urkullu?

Search