Jose Mari Esparza Zabalegi
Editor

Vale, me arrepiento

Me habéis convencido. Me autocritico de mi connivencia con la violencia. Reconozco el daño causado. Mea culpa por cuanto he hecho en estas décadas, en las que mi suelo ético ha estado a la altura de mis zapatillas.

He sido de Herri Batasuna, un terrorista, un apologista sin entrañas. Agradezco a los políticos, jueces, tertulianos y columnistas, su insistencia para sacarme de mis yerros. En adelante quiero ser un demócrata, como ellos.

Me maleó la catequesis. Fueron los hermanos Macabeos, tan rebeldes ellos, los que me abocaron a la violencia; Sansón matando filisteos, Moisés estragando Egipto; Jesús sacando a hostias a los mercaderes del templo… Nunca debí haber leído la Biblia. Tampoco debí haber ido a la escuela. Aprobaba Historia porque me atraían sobremodo las revueltas contra los invasores: el morir matando de Numancia, las degollinas de Viriato, Santiago Matamoros patrón de España y los ovarios de Agustina de Aragón contra los franceses. El cine me hizo más violento aún: soñaba con Toro Sentado aniquilando el 7º de Caballería; Leónidas defendiendo el paso de las Termópilas o Robin Hood matando malos a flechazos.

Las lecturas de zagal acabaron por pervertirme: Homero, los tres mosqueteros o Miguel Strogoff dormían en mi mesilla, y me susurraban que mucho peor que la violencia, era la sumisión. Que por ética se puede, y a veces se debe, ser violento. Un día leí la Declaración Universal de los Derechos Humanos y comprobé que su prólogo resumía mis lecturas: donde no hay derechos, el hombre se ve compelido «al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión». No entiendo cómo todavía sigue vigente.

Un día me hice zurdo y abertzale, y mi entorno me indujo más aún la violencia: los del PNV me glosaban el heroísmo de los gudaris; los carlistas a Zumalakarregi; los anarquistas a Durruti y la acción directa; el PSOE la revuelta de Asturias; el PCE el maquis; la ORT, el MCE y el PTE, la Revolución proletaria, con AK-47 incluido… Mi casa se llenó de afiches del Che, de Zapata y de Ho Chi Min, mientras mi mesilla rebosaba de libros de Marx, Lenin, Orwell, Martí y otros incitadores. Todos lo tenían claro: la violencia era el recurso postrero de los oprimidos. Las únicas diferencias entre los partidos eran el cuándo político y el cómo ético, para no hacer más daño que el que se pretende evitar. Así pues, las condiciones subjetivas, estaban dadas. Las objetivas, en constante debate.

Entonces tomé las armas. En el Regimiento América 66 me enseñaron a matar por España. Fusil ametrallador, morteros del 120… Los cóctel Molotov eran cosa de pringados y de violentos, ahora lo veo claro. Pero entonces estaba tan maleado que tiraba feliz mi jersey al aire cuando sonaba la canción de Carrero, y acudía a Iparralde a potear con los refugiados vascos, donde podías coincidir con jerifaltes del PNV, Txiki Benegas y otros, con tantas ganas de fotografiarse con Argala que no tenían tiempo de explicarnos las diferencias entre maquis, gudaris y etarras. Aquella ETA determinante que, como bien dice ahora un exdirector de EGIN, jamás debió existir.

Tonto de mí, creía que terrorista era el franquismo, y los que luchaban contra él, apóstoles de la democracia. Pero de los 749 presos vascos que había en 1976, solo uno era del PSOE; tres del PNV y cuatro del PCE. Cuatro gatos, los demócratas. Los demás eran terroristas: 400 de ETA y el resto de grupos con el AK-47 en sus anagramas. Pero todo el país y toda la intelectualidad de Europa los apoyaba: Sartre, Malraux… ¿Cómo no íbamos a estar confundidos? Quizá fue el momento de arrepentirse. El PNV tenía razón, hoy tendríamos en suelo vasco aquellas cuatro hermosas centrales nucleares, la luz más barata y menos parque eólicos en nuestros montes. Todos viviríamos como Dios, como jelkides.

Teníamos un concepto equivocado del terror. Chomsky nos engañó cuando decía que a la violencia de los oprimidos se le llama terrorismo y a la de los opresores se le llama guerra. Por eso yo me creía un pacifista cuando voté NO a la OTAN. Calculaba, erróneamente, que todas las bombas del IRA y ETA no sobrepasaban, ni de lejos, los bombardeos que ordenó Solana sobre los Balcanes. Y que las guerras que apoyaban el PSOE y el PNV eran mucho más criminales e indiscriminadas que todas las organizaciones revolucionarias de Europa juntas. ¡Qué equivocado estaba!

Tienen razón los que ahora dicen que los pueblos oprimidos no deben, ni siquiera cuando no tengan otra salida, recurrir a ningún tipo de violencia. Drones sí, pero pedradas no. Y del mismo modo que no se puede ser demócrata consumiendo iconografía fascista, tampoco se puede ser pacifista ensalzando la violencia. Así pues, renuncio a mis simpatías por Espartaco, Tupac Amaru, la Comuna de París, la Revolución Rusa y esa banda armada que fueron las Brigadas Internacionales. Pido perdón por haber leído con fruición a Bolívar y los guerrilleros americanos, desde Sandino a Fidel. Por mis connivencias africanas con Sankara, los Mau Mau o el terrorista Mandela, que nunca renunció a su brazo armado. Repudio a Mujica el tupamaro, a Salvador Allende con su metralleta en mano; la Intifada palestina, la lucha de los kurdos y el barrio de Gamonal. Nunca volveré a Amaiur, ni celebraré la batalla de Orreaga, ni cantaré el Eusko Gudariak ni siquiera la Marsellesa. Hasta dejaré de visitar a presos y despediré de la empresa a cualquiera que, como Imanol Haranburu, haya estado en prisión.

Ya soy un demócrata. Siento el suelo ético subir hacia mi txapela. Ahora puedo dormir tranquilo.

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