Josu Iraeta
Escritor

Yo quiero mi patria libre

El arte de la política no tiene por qué ser el arte del camaleón. En democracia «todo» no tiene por qué ser negociable. Existen principios que no pueden dejarse de lado.

Parece que, afortunadamente, lo que durante décadas para algunos nunca fue «el momento», hoy, dada la aproximación entre PNV y EH Bildu, quizá estemos en el momento de profundizar en el debate, de abrir la puerta de los despachos y mostrar el contenido de la carpeta que dice: «Proyecto estratégico».

No tengo la más mínima duda –como se pudo observar recientemente en el «debate de política general»– sobre la diversidad del contenido de las carpetas que pudieran mostrar cada una de las fuerzas políticas.

Quizá estemos ante lo que algunos vienen en llamar «segunda transición», es posible, aunque no debiera olvidarse que han transcurrido cuatro décadas, en las que tanto el PSOE como el PP han ido rotando como inquilinos en La Moncloa, y ni unos ni otros han mostrado la capacidad e inteligencia necesarias para resolver la «ecuación» que dejó sin resolver el dictador Franco.

Es de suponer que las razones y argumentos que se pueden esgrimir varían en función de la óptica política, yo me inclino por abordar el sempiterno inmovilismo –sin duda– producto de la debilidad ideológica.

Vaya por delante que soy de los que defienden que hay valores que no se pueden negociar sino defender. Valores que con frecuencia se falsean en programas y discursos políticos, que hoy se diluyen en retóricas y sermones, más propios de sotanas y seminarios.

Desde hace algún tiempo, no se oye otra cosa, todos alaban la política de consenso. Son incontables los discursos y artículos sobre las excelentes virtudes del diálogo, subrayando que es el talante cívico de «la calle» quien lo demanda.

En mi opinión no hay sinceridad en todo ello, porque no puede afirmarse que las mayorías absolutas resulten –en sí mismas– asfixiantes y deban conducirse siempre con un talante exclusivo e imperativo. Del mismo modo que no es cierto que el consenso derive indefectiblemente en una sociedad más libre y respetuosa.

La búsqueda de consenso puede dar estabilidad a un régimen, a un gobierno, es cierto. Puede también comportar una mayor flexibilidad en el reconocimiento de voces ajenas, incluso abrir ventanas a expresiones, miradas y proyectos minoritarios. También lo es el riesgo de diluir valores e ideologías en la indiferencia, concluyendo que las minorías gobiernen como si no lo fuesen. Pero también puede lograr y empujar proyectos mayoritarios.

No son las únicas reflexiones que sobre el consenso y sus aplicaciones pueden desarrollarse. También cabe el riesgo de ignorar el núcleo ideológico de los programas políticos, que son –de hecho– quienes reciben la confianza y el mandato de la ciudadanía, convirtiéndolo en un negocio malsano de «librecambio» de votos, anulando el deseo expreso de los votantes. Ese, también es un riesgo evidente.

Porque, nunca debiera olvidarse que un partido político es un «canal de opinión público», que solo hace justicia a su electorado si respeta el programa. No cuando lo pasa por una batidora con la intención de obtener un «puré» válido para consensos.

Es evidente que en una sociedad plural resulta conveniente –incluso necesario– mantener abierto el espíritu de diálogo y respeto a la diversidad de toda índole, tanto política, como social y cultural. Pero también es cierto que la filosofía del consenso no debiera desnaturalizarse, no debiera servir de lanza para sacar de la escena a los adversarios que defienden su programa y sus convicciones mediante procedimientos democráticos.

Y es que, la democracia es el régimen basado en el ejercicio público de la razón, nunca la manipulación insidiosa de la realidad, a la que por desgracia estamos tan acostumbrados.

El mensaje español es claro, «nosotros los vascos» pretendemos subvertir el consenso radical de «su» democracia, mediante la abolición del principio de soberanía nacional.

Es ahí, exactamente ahí, donde radica la manipulación.

Es por eso que nosotros, «los moradores de las regiones ariscas» –como fuimos calificados por el dictador– debiéramos tener presente cual es nuestro credo, ser claros y determinantes, y expresar con nitidez qué es exactamente lo que nos proponemos, que queremos. De ahí la necesidad del consenso.

El arte de la política no tiene por qué ser el arte del camaleón. En democracia «todo» no tiene por qué ser negociable. Existen principios que no pueden dejarse de lado, y la identidad y soberanía de los pueblos nunca debe ser negociada, nunca.

La aceptación y el respeto a la identidad y soberanía de los pueblos, son los verdaderos valores de la convivencia en democracia. Después, siempre después, la asunción de otros valores formales; las garantías jurídicas, la observancia de las leyes y de las reglas.

A mi entender, el verdadero problema radica en un malentendido sociologismo, según el cual los gobiernos españoles se otorgan el derecho a interpretar «el grito de la calle», a una gramática lingüística conceptual y «ética» basada en la palabras fetiche: «Somos España, somos españoles»

No debiera ser difícil comprender la existencia entre diferentes, también antagónicas razones, profundas todas ellas, en el debate sobre la reforma de los estatutos y la Constitución. En el ser del debate, lo políticamente cierto reside en establecer si de los que estamos hablando es de desarrollar un proceso más o menos profundo de actualización de la Constitución, o dada la delicada situación, el objetivo es cambiar de régimen. Porque esto también es posible.

Ya centrados en el núcleo del debate, éste no puede presentarse tal y como los intereses de las fuerzas políticas españolas lo están exponiendo, porque es falso. La falsedad reside en que se sitúan en un lado los «demócratas» que creen posible y necesario una modificación de la Constitución, poniendo en el otro a los «tradicionalistas» que consideran es un texto decididamente intangible.

Esto es una trampa. El debate debe darse, por un lado, entre quienes consideran que existe una nación española como pluralidad de ciudadanos, ante un texto que es modificable «solo» por ellos. Por otro, quienes concluimos que la situación actual ha caducado definitivamente, y es necesario dar paso a una pluralidad de naciones que, en el ejercicio de una soberanía sin interferencia externa alguna, deciden su propio modelo organizativo.

No se trata pues, de un debate entre reformistas e inmovilistas, es otra situación muy distinta. Al contrario de lo que el Estado español está haciendo en Catalunya, debe darse curso a la palabra, medir las razones, argumentar con serenidad. En estas circunstancias es poco recomendable y escasamente inteligente, manipular emocionalmente a la opinión pública, con la utilización narcótica de un tremendo y exacerbado apoyo mediático.

Lo verdaderamente democrático es una situación en que se presente a la sociedad, claramente lo que se pretende, respetando su derecho a conocer las intenciones de todos, también la de quienes pretendemos con toda legitimidad, cambiar el régimen.

No sé cuándo se darán las condiciones objetivas para ello, pero antes o después se darán, aunque hoy los parámetros ideológicos que delimitan el quehacer político de la derecha reaccionaria española, es decir, PP y Ciudadanos, activados por una clara inducción franquista que –en mi opinión– les conduce directamente a la marginalidad, suponen «todavía» una rémora considerable.

Comulgando con la cabecera del artículo, hago mías las palabras del libertador de Nicaragua, César Augusto Sandino, cuando decía: «Yo quiero mi patria libre».

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