Jose Mari Esparza Zabalegi
Editor

Zumalakarregi y la independencia vasca

Fue Víctor Hugo el que mejor explicó la paradoja de que un pueblo que rendía culto a las libertades públicas acabara apoyando a un rey absoluto.

El documento hallado por Mikel Sorauren, según el cual Zumalakarregi tenía intención de convocar a los Estados de Navarra para proclamar la República Federal en las cuatro provincias, es de tal importancia histórica que no es de extrañar que algunos se hayan incomodado. Siempre es molesto que a uno le zarandeen su andamiaje ideológico. Pero los datos son contundentes, van encajando uno a uno en el puzzle decimonónico vasco y, como ocurrió con la nueva bibliografía sobre la conquista de Navarra del siglo XVI, cada nueva pieza colocada va reflejando una imagen que poco tiene que ver con lo que nos habían contado.

¿Que Zumalakarregi fue un militar sin contemplaciones? Claro, nadie lo niega. Era una guerra sin cuartel, al menos hasta el Convenio Eliot. Lo que ocurre es que siempre se recuerdan los sucesos de Villafranca, o de Endarlatsa en la segunda guerra, y apenas se mentan las bestialidades del Ejército de la Nación «o de Ocupación» (como también se llamaba) arrasando pueblos, expulsando a sus habitantes, violando, fusilando y llevándose paisanos, como en barcos negreros, a los presidios ultramarinos. En las escuelas de Cuba, nación libre, se enseña el horror de la llamada «Reconcentración de Weiler», la brutal estrategia militar de vaciar de habitantes comarcas enteras, para quitar «el agua de la pecera» a los rebeldes. En las escuelas de Euskal Herria, nación oprimida, se oculta que el mismo Weiler, Martínez Campos y otros generales españoles estrenaron aquí esa misma práctica, que luego exportaron al Caribe. Es la diferencia entre un país libre y uno oprimido: cuando eres soberano puedes contar tu historia en las aulas.

Yo no he escrito nunca que al grito del «Laurak Bat» o de la «República federal» entrara Zumalakarregi a sangre y fuego en la Ribera, como alguno parece sugerir. Pero de todas formas, el lema unitario ya estaba constituido de facto en el mando unificado del ejército vasconavarro, en los tribunales vasconavarros, en la prensa vasconavarra y en las instituciones comunes que se fueron creando. Y el lema existía: en 1846, los manifiestos carlistas proclamaban: «Vasco-Navarros: al grito de laurac-bat, álcese como un solo hombre las cuatro provincias», que según el historiador López Antón, era la primera vez que aparecía impreso.

Para Tuñón de Lara, «por encima de hechos aislados el rasgo esencial y original que tiene la guerra carlista en Euskalherria es su dimensión popular que viene a ser, ni más ni menos, el primer signo de formación de una conciencia nacional». También el virrey de Navarra, Marqués de las Amarillas, reconoció en 1834 ese carácter a la sublevación: «la guerra en Navarra es en el día para aquellos habitantes una guerra nacional, y con corta diferencia lo es igualmente en las tres provincias exentas». La brutal entrada del Ejército liberal en el país acabó por convencer a los más tibios. «Quieren hacer desaparecer estas provincias», se leía en las proclamas rebeldes.

Más o menos socapada, la opción independentista vasca, monárquica o republicana, estuvo entre las bambalinas de todos los escenarios bélicos desde la Guerra de la Convención, en la que los vascos, como reconoció Cánovas «de corazón estaban más con los invasores republicanos, que con los españoles monárquicos».

La mayoría de los viajeros y escritores que nos visitaron durante los siglos XVIII y XIX dejan constancia de que, lejos de ser un pueblo retrógrado y oscurantista, era mucho más avanzado social y culturalmente que sus vecinos del sur y con unas instituciones que en Europa fueron puestas como modelo de libertades republicanas. El propio Rousseau citó en este sentido al Árbol de Gernika en “El contrato Social”. Para John Adams, presidente de Estados Unidos, los vascos eran ejemplo de bienestar, paz social y libertades. Próspero Mérimée se admiraba en 1840 de que entre Burgos y Vitoria hubiera «al menos cuatrocientos años de civilización». Y fue Víctor Hugo el que mejor explicó la paradoja de que un pueblo que rendía culto a las libertades públicas acabara apoyando a un rey absoluto. Apoyo circunstancial, según nos muestra, como enésimo testimonio, el documento «republicano» de Zumalakarregi.

En este país, tan «retrógrado» según algunos, hasta el último aldeano sabía que con sus constituciones forales, su administración, sus leyes, sus comunales, sus aduanas y su exención del servicio militar vivían mejor que lo que les prometía el liberalismo militarista español. Y de la misma opinión eran los catalanes, esto es, las dos regiones del Estado más avanzadas.

Pronto lo comprobaron: el triunfo del Ejército liberal supuso la abolición foral, la pesadilla de las quintas, la emigración masiva a América, la ruina de los pueblos, la venta de los comunales y su adquisición por la burguesía liberal triunfante, dando paso a unos enfrentamientos campesinos cuyo colofón lo veremos, en muchos casos, en las masacres del 36. La salvaguarda del nuevo Estado unitario fue entregada a una institución muy liberal: la Benemérita Guardia Civil, a la, que por cierto, no se le cita como la gran represora de la Villafranca de 1936.

Es curioso cómo hoy día cierto liberalismo español acusa de neocarlismo a la CUP y a las regiones catalanas más independentistas. Y en nuestro país resulta elocuente la similitud de los mapas del territorio carlista con la extensión de la actual izquierda abertzale y el republicanismo independentista vasco. Algunos creemos que es el mismo pueblo, que en coyunturas diferentes sigue demandando su libertad. ¿Seremos por ello neocarlistas? Si lo dicen los neoliberales...

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