José Luis Merino

El ajedrez y los pájaros

Llamadme Nadie.

Llevo tres años viviendo en este país. Vine desde Nigeria. Fue muy duro el viaje hasta llegar a Marruecos. Tras varios intentos de saltar la valla, conseguí pasar el estrecho, y asentarme en Málaga. El primer verano    trabajé como portador de refrescos en la playa, voceando entre los bañistas agua-cerveza-fanta-cocacola (para amenizarlo, cambiaba el orden).

No más acabó el verano, fui  a las  tierras del norte. Pedí limosnas en la puerta de las iglesias: buenos días, una ayuda, por favor. Luego trabajé como mantero, y lo alternaba como vendedor de paraguas, bolsos, pañuelos y abalorios. En esas estoy ahora. Ése ha sido el itinerario de  mi cuerpo andante. Otra cosa es el interior de mi alma.

Veo entre la población blanca rostros muy  narigudos  y mucha gente obesa. A la mayoría se la ve seria y, aun peor, parecen llenas de tristura en los ojos. Las miradas de los seres humanos dicen mucho. Sobre las narices, no encontraréis un solo narigudo en las caras  de los de mi raza.
    
Sigo. Si miro a las mujeres blancas, ninguna me atrae. Por eso no entiendo cómo algunos de mis compañeros africanos reciben dinero por acostarse con ellas. No es mi caso. Si lo hiciera sería indigno a los ojos de mis padres. Mi pobre madre, quien me decía de pequeño que yo tenía un corazón demasiado grande para mi edad. Me acuerdo de su imagen a todas horas. Ese vacío lo lleno practicando algunas de mis mejores distracciones, como son el ajedrez (en África lo enseñan en las escuelas) y el jugueteo con los pájaros, mediante silbidos. Tanto el ajedrez, como los pájaros, no tienen necesidad de saber de qué raza es aquel que mueve las fichas o el que mueve los labios para silbar. Fuera de ellos, la sociedad blanca te lo recuerda en cada mirada.

Esto os lo dice Nadie.

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