Iñaki San Sebastián Hormaetxea

El dilema de la desigualdad

Estamos en tiempos de pandemia, con un hundimiento importante del PIB, la amenaza de un aumento espectacular del desempleo y galopando hacia un endeudamiento público y privado asfixiante.  Total que el miura que se nos ha venido encima asusta y mucho,  pero habrá que torearle sin miedo y con salero, para salir del atolladero. Hasta aquí todos de acuerdo. Las diferencias asoman en el cómo ponerle el cascabel al gato, en función de las prioridades que nos marquemos, obligados a tener en cuenta los dilemas con los que vamos a tropezar en el camino.

¿De qué dilemas hablamos? Pues, por ejemplo, los que se plantean en las negociaciones por una reforma fiscal más justa y solidaria que la actual. En España parece haber intocables. La bula aparente de la mayoría de los muy ricos, para librarse de pagar impuestos correspondientes a generosos beneficios obtenidos, digan lo que digan, resulta cada vez más escandalosa. Cansa escuchar que los dineros están mejor en sus bolsillos o en paraísos fiscales, que en la despilfarradoras manos que manejan las arcas del Tesoro Público. Y también fatiga la insistencia en el peligro de molestar a esta gente porque ellos son, precisamente, los paladines del crecimiento económico, los que crean empleo, los que más ayudan a reducir las desigualdades sociales, los que, en definitiva, más presumen de sostener el estado del bienestar que dicen beneficia a todos. ¿Cómo casamos estas contundentes afirmaciones con la realidad de unas vergonzosas desigualdades sociales que vapulean al cincuenta por ciento de la población? (Si creemos en las estadísticas, 25% de pobres y otro 25% remojando las barbas al ver cómo se las están pelando a los que les siguen).  

Total que habrá que estrujarse el magín, es decir, aprovechar toda la potencia del pensamiento humano, única brújula capaz de marcarnos una dirección y orientarnos en la complicada época actual, zarandeada por una gran variedad de crisis ideológicas. Al decir de los sabios, la explosión tecnológica apoyada en el progreso de la ciencia, por si sola, no parece capaz de solucionarnos los problemas. En consecuencia, toca sacarle jugo a nuestra capacidad de pensar, de dinamizar una reflexión ética complementaria que contribuya a una mejora de la vida humana. ¿Será capaz la «derechona», muy cristiana de boquilla ella, de mover un dedo en este sentido?

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