Bittor Martínez, Gasteiz

El negocio de la muerte

He asistido recientemente junto con mi hermano Peio y mis hermanas Pili y Rosa Mari, al depósito de las cenizas de Luis Miguel, nuestro otro hermano fallecido recientemente como tantos otros congéneres, por causa de esta pandemia que nos azota y que se ha dado en denominar bajo el apelativo de la Covid-19. Sirva como ejemplo de sus efectos, como para no jugar insensatamente con ella.

Durante las exequias me ha venido a la mente una vez más, y van muchas, la solemne incongruencia que significa el gran negocio que proporciona algo tan inevitable como es el fin de la vida.

Partiendo de una lectura filosófica básica, cuando nacemos a nadie nos preguntan si deseamos hacerlo, venimos a este mundo con el objetivo de mantener en el planeta la regeneración del género humano, ante el escenario vital de cubrir una etapa con un destino indefinido totalmente imprevisto, pero con un inevitable y seguro final como es la muerte. Sea cual sea la raza, religión profesada, clase social, capacidad intelectual, posesiones o carencias que nos ha tocado en suerte, todas las personas vivientes llegaremos al óbito y en consecuencia a la desaparición de este mundo en los que nos sustituyen otros nacimientos. Como resultado se puede decir que la muerte, es el paso de despedida del ciclo vital, por lo tanto, es una parte implícita de la vida humana.

Ante un hecho tan ineludible como es la muerte, lo más tremebundo del caso es, al menos en esta sociedad donde nos movemos, que tal acontecimiento casi siempre fatídico para los allegados a la persona fallecida, nos convierte fortuitamente en cliente de los negociantes que aprovechan el dolor ajeno para el beneficio propio, con la complicidad de la administración pública que les otorga la legitimidad jurídica.

¿En qué cabeza con sentido común, cabe algo tan inaudito como es que el fin de la vida, constituya un motivo lucrativo? Esto ocurre en la realidad, cuando la administración pública se inhibe de la gestión y el tratamiento de los cadáveres, y se limita a marcar la normativa que regula la privatización de un servicio con imposible saturación de su mercado. Por cuestiones éticas, sanitarias y humanitarias, la desaparición del cadáver en condiciones dignas, con total salubridad y servicio a la ciudadanía, debe ser una función incuestionablemente a cargo de los servicios públicos.

Tampoco es fácilmente concebible que guiándonos por el mismo sentido de la existencia de una atención sanitaria universal pública y gratuita, el servicio de los efectos mortuorios esté liberalizado para la iniciativa privada. La lógica apunta a un mismo tratamiento en el fondo de ambas existencias, no solo en materia económica gratuita para las gestiones pertinentes al tratamiento del cadáver, sino también en los servicios conexos necesarios a los familiares directos.

Todavía más asombrosa es la existencia de compañías mercantiles cuyo negocio es la suscripción de pólizas para cubrir los gastos pertinentes del final de la vida, en muchos de los casos, de forma diferida a plazos durante toda una vida pagando los gastos que produzcan su propia muerte o la de su familia.

Por cierto, de forma tangencial a esta temática recuerdo como en una Comisión de las Juntas Generales de Álava, allá por el año 1994, en la que se debatía el mismo asunto, un procurador profesional de la medicina en uso de su turno de palabra, explico que además, en centros sanitarios ocurrían casos de amputaciones de órganos que desaparecían en destinos poco apropiados para tales restos, identificándolos con cierta similitud con el caso tratado en aquel acto.

Han pasado más de veinticinco años desde que se cuestionó aquel planteamiento, continuando a día de hoy con idéntica resolución, o sea, ninguna por cuenta institucional pública.

Es entendible que puedan ser legítimos aquellos casos en los que voluntariamente los allegados al fallecido o fallecida, desean homenajearles con unos fastos especiales para despedir o recordar a su ser querido acudiendo a la iniciativa privada, siempre y cuando sea realizado al margen de la cobertura igualitaria y gratuita por parte de la administración correspondiente.

La vida es para disfrutar de las amistades, para sentirse útil a la sociedad, para ejercitar la libertad, para compartir la alegría, en resumen, para aportar todo lo que nos puede hacer un poco más felices, y que no tiene ninguna relación con la acumulación de dinero y llegar a ser el más rico del cementerio, o conquistar un poder terrenal para desaparecer con la llegada de la muerte... Cuando se vive hay que tratar de ser feliz, cuando se muere ya no se es nada ni nadie.

Por todo ello, el colmo de la sociedad capitalista en la que vivimos, tendente a pasos agigantados hacia la insolidaridad y el egoísmo, es que de forma personalizada tengamos que hacer frente al costo económico de eliminar los restos de los nuestros y nuestras, consumiendo una vez más servicios de la empresa privada necesarios para la ciudadanía, ante la desidia e inhibición de una administración pública que sigue mirando hacia otro lado, mientras los allegados pagan su despedida con el corazón y con la cartera.

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