La soberanía de mi cuerpo
A lo largo del tiempo, demasiado tiempo diría yo, el cuerpo de las mujeres ha sido disciplinado, moralizado, reducido, explotado para el beneficio de una organización social y económica, para el placer de los hombres. Ni nuestro cuerpo ni nuestra mente nos pertenecía por completo.
Cualquiera nos podía rebajar moralmente: nuestros padres, hermanos, educadores, la iglesia, el estado, otras mujeres.
Utilizaban muchas maneras de adoctrinamiento y desde diversos ámbitos. Desde el más cercano, como la familia nos iban soltando una variedad de perlas, mensajes subliminales algunos, otros muy directo:
«Las chicas no trepan por los árboles», «las niñas no se sientan con las piernas abiertas», «¡esas faldas! Demasiado cortas», «no vayas por lugares oscuros», «fumar y beber está peor visto en una mujer», «no está bien que una mujer salga sola de noche», «una mujer no debe tener la iniciativa».
Referencias al cuerpo, al físico: «deberías depilarte», «estás engordando», «estás demasiado delgada», «ponte guapa», «vas demasiado provocativa».
Moralizadas, reprimidas, disciplinadas a través de nuestro cuerpo y nuestra sexualidad, recordándote lo que eres, recordándote tu sitio.
Nuestro cuerpo dice basta, se conciencia, toma aire, se reconoce. Nuestro cuerpo emerge liberado, se destensa y se estira, se relaja y se reafirma, se libera y se rebela.
Nuestro cuerpo se rebela ante el estereotipo, la condición, la obediencia, se siente y actúa, se gusta, se disfruta, transita, ocupa, habita.
Nuestro cuerpo se rebela ante la esclavitud de la talla, del físico, del cuerpo encerrado, torturado por la moda. Se rebela ante la violencia con todas sus caras, las sutiles palabras que nos adornan, nos engañan.
Nuestros cuerpos dibujan en el aire múltiples formas, grosores, colores; se descubren felices y armoniosos, sinfonía de matices. Por nuestros poros entra el sol, que es vida; nuestro vello se eriza, se vuelve espina, también caricia.