De la guerra al conflicto, en Colombia y en Euskal Herria

Las próximas horas traerán una increíblemente buena noticia que va mucho más allá de Colombia y de América Latina. En un momento de la historia mundial en que zonas como Siria se desangran en una escalada bélica imparable e  indescifrable, en que la cifra de quienes huyen de muchos lugares para salvar sus vidas sube millón a millón y en que los atentados masivos e indiscriminados se suceden de Bagdad a Estambul o París, que acabe una guerra supone un rayo de luz para todo el planeta. No es una guerra cualquiera: los cálculos más prudentes apuntan a más de 200.000 víctimas mortales en más de medio siglo. Y tampoco es un final cualquiera, porque no se ha producido por aplastamiento sino por acuerdo: aunque queda mucho por hacer, empezando por los refrendos, el detalle de los pactos alcanzados tras cuatro años de negociación entre las FARC y el Gobierno Santos permite pensar –no solo soñar– una paz sólida y definitiva.

Ahora bien, el fin de la guerra no es el fin del conflicto político y social, sino en todo caso al contrario. «Termina la guerra con las armas y comienza el debate de las ideas», subraya el jefe negociador de las FARC, Iván Márquez. «El propósito es que las FARC participen en política pero sin armas. Eso permite la profundización en la democracia», asegura el presidente colombiano, Juan Manuel Santos. Obviamente para ello es clave uno de los seis acuerdos de La Habana, el referido a la participación política. Ahí entra una de las medidas finales que más curiosas pueden resultar leídas desde aquí, y no digamos desde Madrid: la garantía oficial a las FARC de una representación mínima de cinco años en cada una de las dos cámaras legislativas.

El reto que asumen ambas partes es nuevo, por tanto. La insurgencia tendrá que demostrar en el terreno exclusivamente político que la capacidad manifestada durante décadas en el ámbito militar era fruto de una importante adhesión popular y materializarla en votos. Y el «establishment» colombiano deberá basarse en lo sucesivo en la fuerza de la razón y no solo en la razón de la fuerza, sin excepcionalidades ni trampas. Cambia el tablero, pero sigue la partida.

Madrid y Bogotá, cuestión de valentía

Desde Euskal Herria, la lectura más sencilla –y por ello manida– de este proceso colombiano es poner en valor la capacidad de una negociación directa Gobierno-guerrilla. Pero hay otras conclusiones tanto o más interesantes, que conviene no perder de vista. Una es que el Ejecutivo español, al contrario que el colombiano, no ha declarado el fin de la guerra, como hará en unas horas Santos. Es más, niega que se haya producido, aunque ello le obligue a piruetas inverosímiles como negar la condición de víctima a los muertos por la guerra sucia, hacer la vista gorda ante el informe de Lakua que certifica la práctica masiva de la tortura, ser condenado una y otra vez en Estrasburgo por negarse a investigarla o camuflar que a los presos vascos se les aplica una política excepcionalmente cruel que les sitúa claramente como rehenes de guerra (familiares incluidos).

Otra conclusión, paralela a la anterior, es que el Estado español, también al contrario que el colombiano, mantiene esa dinámica de guerra para precisamente eludir el conflicto político que abriría con la declaración de su final. Mientras con su apuesta Bogotá, o al menos Santos, muestran su confianza en ganar la batalla política a la insurgencia y por eso le abren la entrada a su Congreso y Senado, Rajoy y el resto del «establishment» español siguen poniendo candados en todas las puertas por las que pueden marcharse Euskal Herria y Catalunya. No tienen más razones, tienen más miedo.

De «Timochenko» a Otegi

La manifestación final y actual de todo este cuadro es que Rodrigo Londoño «Timochenko», comandante en jefe de la guerrilla armada de las FARC, podrá sentarse si lo desea en el Congreso colombiano en 2018, mientras si la trampa legal urdida por Madrid prospera Arnaldo Otegi, candidato a lehendakari de la coalición política EH Bildu, no podrá ser lehendakari, parlamentario, ni siquiera concejal de su pueblo, antes de 2021.

Cuando faltan menos de dos meses para cumplirse cinco años de la Declaración de Aiete, el Estado español sigue prefiriendo mantener esos rescoldos de guerra a arriesgarse a reavivar el conflicto político. Algo para lo que sabe, además, que Otegi es el catalizador más peligroso, por visión estratégica y capacidad de convicción.

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