Dos modos inaceptables de banalizar la corrupción

Superadas las dos prórrogas concedidas por el tribunal, la jornada de hoy es decisiva para el llamado «caso De Miguel». O bien se cierra el acuerdo que algunos acusados vienen intentando, lo que conllevaría una autoinculpación, o la vista continuará con altas posibilidades también de que los hechos terminen declarándose probados. A la espera de que una u otra cosa suceda, la sentencia no agotaría el asunto; alguien tendría que explicar después cómo fue posible que una trama así se instalara en el tuétano de las instituciones y reclamara comisiones con la impunidad que define el fiscal jefe de Araba, Josu Izagirre.

Este momento clave del caso viene a suceder a la exculpación por parte del Tribunal de Cuentas de dos exresponsables de Bildu en Diputación y GHK que paralizaron la incineradora de Zubieta desde 2011. Fueron demandados por impulso del PSE y del PNV, partido al que pertenecen buena parte de quienes se sientan en el banquillo en Gasteiz. Si quedaba alguna duda de la intencionalidad política de esa embestida, el actual diputado de Medio Ambiente de Gipuzkoa, José Ignacio Asensio, la ha confirmado recientemente al declarar que en la paralización de la incineradora «ha habido corrupción administrativa cuando menos».

La vieja táctica del ventilador no ha funcionado. Pero no ya porque el Tribunal de Cuentas haya dado la razón a Bildu, sino porque ni aún en caso de que Ainhoa Intxaurrandieta e Iñaki Errazkin hubieran sido condenados el asunto encajaría en la definición de corrupción: el desvío de fondos públicos a bolsillos privados o cuentas de partidos.
Ningún representante institucional debería banalizar esa lacra, ni minusvalorando los casos ni introduciendo distorsiones así. Alimentadas además con afán de ensañamiento: ¿cómo explicar si no que se exigieran 41 millones a dos personas por algo que nunca hubiera sido corrupción cuando en Gasteiz Fiscalía reclama 15 millones a 26 imputados por lo que no cabría llamar de otro modo?

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