«Incívico» es tirar un chicle al suelo, protestar contra un genocidio es un deber moral

Hay contextos en los que sostener ciertas tesis es mucho más difícil que en otros. En medio de un genocidio televisado, cuando Israel está utilizando el hambre como arma y con más de 20.000 niños y niñas palestinas muertas de las formas más crueles, es imposible hacer pasar por violentas unas protestas en las que gente con pancartas, banderas y sus cuerpos denuncia esa masacre y a sus cómplices.

En esos actos de desobediencia civil no hay ni método ni propósito violento. El objetivo no es ejercer la violencia contra nadie, y se busca garantizar que nadie salga herido. Propiamente, no han inventado nada, secundan una larga tradición de luchas contra todo tipo de injusticias: el racismo, el machismo, las guerras, las desigualdades, la discriminación… A menudo esquivan o confrontan normas que limitan derechos como el de manifestarse. La represión también tiene una genealogía, esta sí violenta, que hermana a los policías de Bilbo, Berlin o Tel Aviv.

La banalización de la violencia es un lujo que la sociedad vasca no se puede permitir por razones obvias. El retorno recurrente al argumento de la violencia cuando no la hay es un error ético y político. En estados con unos cimientos autoritarios como el español, tiene consecuencias previsibles a poco que se piense. Por cálculo y por coherencia, la criminalización de la protesta es peligrosa e inadmisible.

Mentalidad de alguaciles, no de líderes políticos

Esta semana los representantes del PNV y del PSE han tenido que hacer cabriolas dialécticas para criticar las protestas contra la participación normalizada del equipo ciclista Israel–Premier Tech en La Vuelta, que lograron suspender parcialmente la etapa de Bilbo. Las imágenes de la barbarie sionista son incontestables, y la sociedad vasca ha expresado que las rechaza con todas sus fuerzas. Esos políticos han encontrado una palabra fetiche para resumir su desaprobación: las protestas han sido «incívicas».

Incívico es tirar la colilla de un cigarro al suelo, bajar el vidrio a deshoras, poner el televisor demasiado alto, no dejar el asiento en el autobús a una persona mayor… Manifestarse contra crímenes de guerra y un genocidio no es incívico, es un imperativo moral.

Las personas que participan en las protestas son gente corriente e indignada por lo que está sucediendo en Palestina, que hace todo lo que puede siempre que puede. Frente a ellas se presentan responsables políticos y económicos que solo hacen declaraciones. Para colmo, a estas alturas ya han hecho más juicios y más contundentes contra las protestas y las personas que se manifiestan que contra el propio genocidio.

Otro argumento peregrino es que paralizando la carrera no se paraliza el genocidio. Solo siendo un cínico o un analfabeto político se puede defender que protestas como la de Bilbo o el boicot a los representantes y productos de Israel no sirven para nada. Tener la homologación internacional –y la impunidad que le acompaña– obsesiona a los sionistas. De nuevo, Sudáfrica marca la pauta para esta lucha.

Efectos perversos de una obsesión insana

En cierta medida, todos estos argumentos tienen que ver con la obsesión contra EH Bildu. Tanto es así que le conceden el liderazgo de la oposición al genocidio, que es algo transversal y tan generalizado que incluye a las bases de todas las familias políticas menos las de la derecha española.

Es una visión sectaria y empobrecedora que permea la política oficialista. Cuando algunos mandos del establishment vasco sueñan con ese país de escaparate, sin pancartas, sin caceroladas, sin protestas… menosprecian muchos de los grandes valores que tiene Euskal Herria. Que no se avergüencen de un país que clama justicia. Y que no lo avergüencen.

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