La inteligencia artificial fuera de control

La última novedad para vigilar las fronteras es un detector de mentiras operado por un sistema de inteligencia artificial. Ha sido colocado en los aeropuertos de tres países europeos a modo de prueba. Sus detractores hablan de violación del derecho a la intimidad y a la privacidad; y critican la poca fiabilidad y el mal trago que suponen los errores. Además, el solo hecho de obligar a elegir entre un sistema u otro convierte en sospechosos a los que no quieren utilizarlo: algo tendrán que ocultar.

Todas ellas son críticas certeras y legítimas, a las que habría que añadir un aspecto más general. El ánimo de introducir la inteligencia artificial en todos los aspectos de la vida de la ciudadanía sin que los objetivos finales sean explícitos y transparentes lleva a cuestionarse seriamente este tipo de prácticas. Así, un algoritmo de esta clase –como uno que juega a ajedrez por ejemplo– con un uso continuo en los aeropuertos «aprenderá» a mejorar sus diagnósticos y reducir errores. La cuestión es que no está claro quién controlará el resultado o para qué se utilizará ese algoritmo, mejorado gracias a la intervención pública y los datos privados de los viajeros. Además, el sistema recabará una gran cantidad de datos sin que tampoco haya ninguna certeza sobre el uso posterior que puedan tener. A día de hoy los datos y los algoritmos para tratarlos se han convertido en la mayor fuente de riqueza de las grandes plataformas de servicios por internet. Ya no solamente se usan para vender mejor publicidad sino –como demostró el escándalo de Cambridge Analytica– también pueden servir para manipular voluntades y ganar elecciones.

Por esa razón la aprobación de una ley de derechos digitales ayer en el Senado español que, según varias interpretaciones, permite a los partidos políticos rastrear datos personales sin consentimiento de los afectados ha provocado una gran polémica. Todas estas novedades digitales no vienen a hacer la vida más fácil sino a controlar mejor a la ciudadanía, por lo que el debate social es inaplazable.

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