El viernes de la semana pasada, en el marco de un seminario internacional sobre gestión penitenciaria, el catedrático Iñaki Lasagabaster criticaba que si bien el Código Penal afirma que una persona encarcelada debería acceder a la libertad provisional cuando su vida corre un «riesgo patente» por causa de una enfermedad, quienes gestionan las prisiones españolas han pervertido la norma identificando ese peligro con una situación de estadio terminal, de desahucio, donde el preso sale para morir. «Están haciendo política con el derecho a la vida», lamentaba el jurista. La muerte de José Ángel Ochoa de Eribe no hace más que corroborar sus palabras, que describen el ánimo vindicativo que caracteriza a la política que se aplica a los prisioneros vascos.

Al vecino de Urkabustaiz le habían diagnosticado cáncer en 2015, y a nadie se le escapa las implicaciones que tiene una noticia así. Su situación entraba de lleno en la categoría de «riesgo patente», pero pese a haber sido solicitada su libertad varias veces no fue excarcelado hasta el pasado 5 de julio, cuando su enfermedad ya se había extendido de forma irremediable. Cuatro meses después ha fallecido, y es lógico preguntarse si este proceso no hubiese sido distinto de haber tratado su dolencia en otras condiciones. Es lógico y es pertinente, ya que si bien desgraciadamente es tarde para él, una veintena de ciudadanos vascos se hallan encarcelados con graves enfermedades. ¿Van a jugar con sus vidas como se ha hecho con la de José Ángel? 

Esta muerte no engrosará ninguna estadística oficial ni protagonizará discursos institucionales sobre ética y violencia, pero sería un gran paso para la convivencia en este país y tendría un efecto balsámico para muchas familias que algunos políticos empezaran a admitir que lo que están haciendo con los presos enfermos está mal, y lo que es más importante, que empezaran a respetar su derecho a la salud y a una vida digna. Porque lo que está claro es que la política penitenciaria es en sí misma un factor de riesgo.