La sentencia de Sorzabal es histórica y debe abrir la puerta a más cambios y más profundos

Con más de 6.000 casos certificados, más de 40.000 personas arrestadas por motivaciones políticas a lo largo de cinco décadas, de las cuales 30.000 nunca llegaron a ser encausadas, con al menos 124 personas hospitalizadas en el transcurso de su detención y con una docena de muertes en celdas y comisarías, en Euskal Herria es arriesgado intentar ponerle cara a la barbaridad de la tortura.

Sin embargo, en esta historia de represión, periódicamente un caso ha adquirido una triste notoriedad. No porque las torturas hubieran sido más salvajes que las de otra gente, sino porque había pruebas que sumar a un relato siempre estremecedor.

En cada época una persona o un grupo de detenidos recogía el pesado testigo de representar a esos miles de vascos y vascas torturadas, cuyos casos habían caído en el olvido y, sobre todo, en la impunidad.

Un caso salvaje, muy común y excepcional

El último nombre de esa larga lista es Iratxe Sorzabal. Hace 24 años fue detenida por la Guardia Civil y torturada sin piedad ni control. Tanto es así que le provocaron una erupción terrible en la piel que quedó reflejada en unas fotos que publicó GARA, entre otros pocos medios. Maldita hemeroteca, dirán algunos.

Un cuarto de siglo después, de la mano de jueces que fueron parte de ese engranaje torturador, la Audiencia Nacional ha dictado de forma inopinada una sentencia rotunda: en base a las pruebas forenses, a manos de la Guardia Civil Sorzabal sufrió «tratos inhumanos» (sic), fue torturada con la «aplicación de electrodos» (sic) y su autoinculpación se obtuvo «mediante la violación de los derechos fundamentales» (sic), por lo que ha sido absuelta en este juicio.

Es una sentencia histórica porque implica verdad y reconocimiento, y no añade más injusticia. Para hacer justicia, eso sí, deberían juzgar a quienes cometieron esos delitos. Las torturas no prescriben, jamás.

No obstante, con las mismas evidencias forenses, con esa misma rotundidad y en ese mismo juzgado, Sorzabal ha sido recientemente sentenciada y por ello cumple condena. Este es un caso que no llega a escándalo porque el establisment vasco, desde políticos a medios, no quiere verse reflejado en su espejo.

Sin mirar para otro lado

Y es que la sentencia no dice nada que toda la sociedad no supiese. La imagen de las heridas de Sorzabal no daba opción a mirar para otro lado. Quien las ha visto no las olvida; y quien no, debería hacerlo. El que calló fue porque minaban su posición o porque quiso evadirse de esta verdad incómoda.

Esa bestialidad no casaba con las versiones oficiales, con las posturas morales, con el discurso de «demócratas y violentos». Porque era en nombre de la democracia que se torturaba hasta el desmayo, con traumas nefastos para las víctimas y su entorno. Y con graves efectos para la sociedad vasca, que ha oscilado entre la denuncia, la impotencia, la culpa, la desidia, la crueldad, el colaboracionismo y el talión.

Hay cambios sustanciales, y debe haber más

En esta fase de la política vasca los cambios deberían ser más audaces, rápidos y profundos, pero son innegables. Y conviene alimentarlos, abandonando esquemas reaccionarios del pasado. Eso incluye conceder el valor que tienen a sentencias como la de la Audiencia Nacional o a declaraciones inauditas como las del consejero de Seguridad de Lakua, Bingen Zupiria, asumiendo errores en actuaciones de la Ertzaintza.

Que todo esto no sean anécdotas sino tendencias depende del trabajo político, de la voluntad y de acertar. En eso consiste, en parte, afrontar el conflicto por vías pacíficas y democráticas. Algo a lo que aportó gente como Sorzabal. Aunque ese es otro tema; o no.

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