Las caretas para no ver la tortura siguen cayendo

La Asociación Médica Mundial (AMM) investiga desde 2015 al forense de la Audiencia Nacional (AN) Juan Miguel Monge Pérez, por una presunta «falta de ética grave» en el ejercicio de su profesión relacionada con el encubrimiento de la práctica de la tortura. La denuncia por malos tratos presentada por Sandra Barrenetxea y que llegó a juicio la semana pasada es uno de los casos por los que se le abrió ese expediente. Y precisamente el testimonio de Monge en ese juicio sirvió para sostener los argumentos de la defensa de los acusados.

Poca sorpresa hay en ello a estas alturas. Las complicidades necesarias que han sustentado la tortura como elemento de lucha contra la insurgencia son amplias. El respaldo político y la impunidad no hubieran funcionado sin el concurso de encubridores y, entre ellos, los médicos forenses de la AN han desempeñado un papel destacado. A la amplísima lista de silencios hay que añadir la serie negra de dictámenes y actuaciones que han protagonizado: desde aquel forense que se negó a seccionar el corazón del médico Esteban Muruetagoiena, muerto de un infarto tras pasar por comisaría, pasando por la que diagnosticó un catarro a Gurutze Iantzi, o los que concluyeron que Unai Romano se había autolesionado con «un solo golpe», o aquel que argumentó que las lesiones de Portu y Sarasola se habían producido durante la detención.

El forense Francisco Etxeberria, mejor conocedor que nadie de esos entresijos desde los años 80 hasta la actualidad, resumió perfectamente la situación cuando declaró que los médicos de la AN no ejercían ni ética ni deontológicamente, sino que «son y han sido encubridores». Antes que la AMM abriera este expediente a Monge, revistas científicas, organizaciones internacionales e incluso el Tribunal de Estrasburgo han documentado el papel desempeñado por los médicos forenses en la ocultación de la tortura. Una evidencia contra la que día a día se caen más caretas, pese a los intentos del Estado por sostenerlas.

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