No hay más que comparar el Parlament de 2010 y el de la actualidad para descartar –si es que todavía alguien la sostiene– la teoría del souflé soberanista y convencerse de que el proceso independentista, acabe como acabe en el corto plazo, ha llegado para hacer añicos cuarenta años de autonomismo. El mapa político en el que tan fácil era orientarse no sirve ya ni para caminar cuatro metros.

Uno de los epicentros del cataclismo ha sido el centroderecha catalán. La ola independentista, que lejos de liderar apenas ha logrado surfear –no es poco–, y la carcoma de la corrupción llevaron a Artur Mas a tratar de refundar el espacio convergente en un PDeCAT que nunca llegó a alzar el vuelo. Tras sobrevivir a base de listas unitarias y plataformas civiles a las numerosas citas con las urnas, estos días ha sido Carles Puigdemont el que ha puesto el PDeCAT en liquidación para dar alas al movimiento que impulsa, la Crida Nacional per la República. Una plataforma que el president en el exilio querría amplia y transversal, pero que ERC y CUP circunscriben estrictamente al ámbito de la antigua CDC. No tanto por rechazo a Puigdemont, cuyo liderazgo –reforzado con las victorias en el tribunal alemán y en el congreso de su partido– es ampliamente compartido por la base soberanista, sino al elenco de aduladores que le acompañan, a menudo más papistas que el papa.

Es una buena noticia que Puigdemont y los consellers en prisión se hayan hecho con el control del PDeCAT, pues esto acabará con una cacofonía que confundía discursos y objetivos, minando la reconstrucción de una estrategia independentista colapsada en otoño. Pero los impulsores de la Crida no pueden olvidar que todos los intentos por convertirse en el partido único del espacio soberanista –tanto los de CDC como los de ERC– han acabado en un estrepitoso fracaso. No habrá un SNP catalán que todo lo domine. Con margen para la sana competición electoral, solo la cooperación entre los diversos actores catalanes permitirá retomar el camino interrumpido en octubre.