Urkullu renuncia a hacer de lehendakari con Otegi

El ataque de celos, recelos, temores –o todo junto– que ataca a Iñigo Urkullu desde la excarcelación el 1 de marzo de Arnaldo Otegi no tiene fin. Al mutismo con que acogió la liberación y al estrambótico discurso en Michelín con que intentó menoscabar su figura se le sumó ayer una queja pública. Afirma que «se le está haciendo la campaña gratuita» con –vaya contradicción– la amenaza de inhabilitarle. Mirándolo en perspectiva, no es nada nuevo ni extraño que el PNV recurra a acusar de victimismo a la izquierda abertzale y sus dirigentes cuando han sido ilegalizados, perseguidos, condenados e incluso encarcelados; la hemeroteca está cargada de ejemplos. Pero este de ayer resulta especialmente grave, por quién lo dice y por lo que subyace en el fondo.

Siendo impresentable lo que señala, Urkullu se retrata más aún por lo que calla. Lo que correspondería a un lehendakari que se precie de serlo es defender los derechos de sus conciudadanos, en este caso el de participación política, pisoteados por una condena que el mismo Urkullu ha señalado reiteradamente como injusta (lo hacía al menos cuando estaba preso, fuera de juego). Arnaldo Otegi es un rival político, sí. Pero antes que eso es un vecino de Elgoibar –localidad incluida en los tres territorios gobernados por Lakua– que aspira a algo tan simple como ser votado –en las elecciones que convocará el propio Urkullu–. Antes que un competidor directo, por tanto, es una persona a la que el lehendakari debería amparar ante una persecución flagrante, en la que este intento de inhabilitación solo es la guinda tras haber pasado seis años de cárcel.

Esto que parece tan fácil de entender, tan democráticamente básico, se escapa al subconsciente del inquilino de Ajuria Enea, que prefiere comportarse como un candidato miedoso a ejercer como el lehendakari de más de dos millones de ciudadanos. Sin reparar siquiera en que con ello delata que el cargo en el que quiere seguir le queda grande, demasiado grande.

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