1977/2024 , 17 de Enero

Pablo Antoñana, «el escritor de la prosa violenta»

Pablo Antoñana, en una imagen de 2007.
Pablo Antoñana, en una imagen de 2007. (Iñigo URIZ | FOKU)

En una columna publicada en el suplemento ‘Mugalari’ de GARA tal día como hoy, el 17 de enero de 2004, decía Pablo Antoñana (Viana, 1927- Iruñea, 2009) que leer era para él «una pasión, un vicio, un achaque, que no han podido quitarme, a Dios gracias, los ‘ortodoxos’ de este paisillo». Fue uno de los muchos escritos que este prolífico autor publicó en las páginas de un diario con el que estuvo comprometido desde su nacimiento. Ya fuera en el suplemento cultural ‘Mugalari’ o en la sección de Iritzia, su aportación intelectual a este proyecto fue inconmensurable, siempre con pluma afilada, mordaz y muy crítica con el poder establecido. Así lo describe el perfil que GARA publicó tras su fallecimiento.

Portada de GARA el día posterior al fallecimiento de Pablo Antoñana.

En esas mismas páginas, el también escritor Miguel Sánchez-Ostiz contó que el de Viana fue «el eslabón entre la literatura de la generación previa a la Guerra del 36 y las nuevas generaciones», lo que le convirtió en referente de muchos de los que vinieron después, entre ellos el propio Sánchez-Ostiz. El artista Asisko Urmeneta, asiduo lector de sus columnas semanales en ‘Mugalari’, destacó que Pablo, cuyo nombre lleva una calle en Iruñea, tenía «una prosa muy violenta, escrita por alguien que sufrió mucho y además desde Nafarroa». Y es que no podía ser de otra manera en el caso de alguien que exprimió 81 años y fue testigo y parte de realidades sociales, políticas y culturales muy diversas a lo largo de toda esa vida.

Pablo fue, sin duda, una de las firmas que ayudó a elevar de manera indiscutible la calidad de ‘Mugalari’, el suplemento que GARA publicó hasta el 4 de marzo de 2011, un espacio que acercó «al lector habitual de GARA –y a algunos no tan habituales– una dimensión de la cultura más profunda y menos banal de lo que suelen reflejar los medios de comunicación».

Obligado por la crisis estructural de la prensa escrita, desapareció el soporte. Pero, con aciertos y con inevitables errores, este diario y los múltiples formatos que ha alumbrado la transformación digital, ha tratado siempre de mantener intacto su compromiso con la cultura para dar el lugar que corresponde a la literatura, al teatro, a la música, a la arquitectura, al cine… Y es que, como se dijo en el epitafio de ‘Mugalari’, «los periódicos no pueden permitirse dejar de invertir en cultura, precisamente porque ellos mismos son parte intrínseca de una cultura avanzada».

 

Esta es la columna:

Leer

Vivo, sobrevivo, en un feudo eclesial, paisillo en el que siempre ha sido peligroso pensar, y el que lo hacía llevaba como tatuaje infamante, igual que los postes del telégrafo «no tocar, peligro de muerte» o el de los vagones de tercera del ferrocarril «no asomarse al exterior». Pues leer, el conducto umbilical del pensamiento, era un abrir puertas, ventanas y balcones en el cuarto cerrado y oscuro de nuestra existencia. Sofocaba el olor a ratón, a cera y agua bendita, y los alguacilillos a sueldo olfateaban alrededor a la busca y captura del relapso. Leer suponía un riesgo y para librarse de él estaba el confesor, el ordinario del lugar, que autorizaba, «por motivos profesionales o de trabajo», el manejo de algunos libros.

Leer, un ejercicio negado, suponiendo que ello pudiera ser ocasión de descarrío. Más que desconfianza, rechazo. Y así nos vimos obligados a leer en clandestinidad. Fue un tiempo de iniciación a la lectura, esa pasión, vicio, achaque, que aún padezco, y del que no tengo cura, tampoco la busco. Días en que se purgaron las bibliotecas públicas y privadas, buscaron los libros como se busca a los animales dañinos, y no otra cosa eran libros y periódicos. Se echaron bando de caja invitando al vecindario a entregarlos a la autoridad, que luego el párroco-inquisidor previo examen, juicio y dictamen perentorio, sin recurso posterior eran condenados a la quema en hoguera pública. Ardieron en el mismo fuego Tolstoi, Zola, Valle-Inclán y 'Amaya o los vascos en el siglo VIII'. Como herramienta seleccionadora y orientación, se procuró el curioso y pintoresco 'Libros buenos y malos', del padre Ladrón de Guevara, completado por el Padre Segura, los dos de la Compañía. Hoy ya son joya y rareza de bibliófilos, pero que en algún modo nos sirvió al menos de guía para conocer los argumentos de las obras de Voltaire, Renan o Unamuno. Quien leía a escondidas los prohibidos era tildado de «desafecto». Buscamos en las trastiendas de librerías, hermanas Ramos, Pórtico, como el güisqui en los cafetuchos de Chicago o Nueva York. Leer, una pasión, un vicio, un achaque, que no han podido quitarme, a Dios gracias, los «ortodoxos», de este paisillo. Coletilla: Al rebaño no le afecta el cambio de pastor, a la grey humana, tampoco. Está en la siesta.