El término «jugada maestra» es habitual en Catalunya desde 2017. Es lo que decían los independentistas más acríticos cuando sus políticos hacían maniobras inútiles en la práctica pero que ellos leían como grandes hazañas. Con el tiempo ha quedado como un sustantivo, «jugadamaestrismo», similar a hablar de «flipados». Pero estas cosas aún tienen su público. La aparición y desaparición de Carles Puigdemont el jueves pasado en Barcelona es la definición perfecta del concepto.El expresident había mantenido un exilio de siete años a lomos de un relato sólido. Necesitaba estar en un país europeo porque el Estado español no le garantiza una justicia imparcial y porque así mantenía la dignidad presidencial. Entonces pactó una aministía con el Gobierno de Pedro Sánchez, que ha comenzado a dar frutos pero que, se sabía, tendría obstáculos judiciales. En su caso, la malversación. Una traba que podrá corregirse en el futuro en el Constitucional.Hasta aquí lo pactado. Lo esperable, por tanto, era un regreso de Puigdemont amnistiado, triunfante, con su relato intacto. Pero durante la campaña electoral se fue enredando. Prometió volver y además hacerlo en un pleno de investidura. Y, como las elecciones no pudieron ir peor para el independentismo, aseguró que también regresaría para la investidura de Salvador Illa, en un último intento por pararla. Pero no la abortó. Y entonces dijo que su probable detención sería culpa de ERC por su pacto con el PSC.Puigdemont llegó, habló y desapareció. Dejó con un palmo de narices a los Mossos y sus incondicionales aplaudieron la faena. Como maniobra de escapismo no tiene parangón. Pero, ¿cuál es el relato político de todo eso? ¿Qué ha puesto de manifiesto, más allá de la inoperancia de los Mossos? ¿Su vuelta real o su exilio tienen algún sentido ahora? ¿O solo se trataba de captar la atención con un truco efectista sin ningún recorrido al día siguiente? Puigdemont se lleva el sobresaliente en jugadas maestras. Pero, políticamente, nadie ha entendido nada.