Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Democracia es el antídoto a los dos lados del Ebro

La mayoría de la clase política española aguantó la jornada de ayer de mala gana y contando los horas para el día después de la Diada. Confiando en que, tras la tormenta soberanista, llegaría otra vez la calma chicha donde poder maniobrar con calma. No olvidemos que, si en algo coinciden el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero y su sucesor en el cargo, Mariano Rajoy, es en su convencimiento de que entre las gentes de orden, las cosas se arreglan mejor con un apretón de manos en privado que preguntando al molesto populacho. Para PP y PSOE, todo se basa en el cepillo y la unidad de España. En 2006, el entonces inquilino de la Moncloa cepilló el Estatut aprobado por la mayoría del Parlament tras seis horas de parlamento con su homólogo en el Principat con Artur Mas. Ahora, el actual jefe del Ejecutivo pretende cerrar el paso a la consulta a cambio de su homólogo en el Principat «pase el cepillo» y obtenga un modelo de financiación que antes le fue negado. Han pasado siete años y Madrid (también ciertas élites catalanas) insiste en aferrarse a un modelo de política de unos pocos, aquel que se desarrolla de arriba hacia abajo (como las goteras del Congreso) y donde la democracia solo es, según convenga, paraguas para protegerse, mandoble para dar al contrario o una celda donde enclaustrarlo.

Ni el «independentismo es algo que se cura pagando» ni la política debe de entenderse como los oscuros tejemanejes entre los de arriba. Por eso resulta tan emocionante ver, como ayer en Catalunya, una sociedad en marcha, organizada, comprometida con el proyecto de construir un futuro libre. Los 400 kilómetros de mano sobre mano constituyen una exhibición de fuerza serena y entusiasta que me provoca una sana pero cochina envidia, además de renovar la confianza en mis semejantes, en la sociedad civil, en todas y cada una de las personas que invierten parte de su hoy para que el mañana sea distinto. Es la gente, la cadena humana, el populacho organizado. Todos ellos serán barrera y advertencia para Madrid y sus amenazas gritonas, que serán más duras conforme se siga adelante. Pero no solo eso. También para quienes, desde Barcelona, caigan en la tentación de intentar desvirtuar un proceso que no pertenece a nadie más que a la sociedad catalana. Solo quien considera que la cosa pública es algo que se arregla en privado y a oscuras puede pensar que la cadena de ayer, como la gran marcha de hace un año, es propiedad a CiU o Artur Mas, o ERC, o incluso de las CUP. La sociedad civil es quien ha liderado esta ola soberanista. Mucha gente organizándose para cambiar una realidad es síntoma de una sociedad saludable.

Por eso, antes estas evidencias, y ante las futuras dinámicas que puedan avecinarse en el Principat (y también en Euskal Herria) me irrita muchísimo escuchar voces al otro lado del Ebro que, pese a compartir barricada en la izquierda, siguen miopes ante los procesos soberanistas. Me molesta cuando intentan, con palmaditas en la espalda, aplaudir el «independencia sí, pero no a cualquier precio», disfrazando de prioridades sociales la inquietud ante lo que no se comprende y, por si acaso, se mira con desconfianza. También cuando consideran que todo esto es una jugada de la derecha catalana para tapar sus miserias y reduciendo a la sociedad civil a una masa en su minoría de edad, incapaz de asumir sus retos. Nada más lejos de la realidad. El derecho a decidir es hoy, lo ha sido siempre, sinónimo de democracia. Y la democracia es el mejor antídoto contra este régimen español caduco, homogeneizador, de ordeno y mando, que solo beneficia a las mismas rancias élites de siempre. Romperlo, reducirlo a un recuerdo nefasto que estudiemos en los libros de Historia, será positivo para todos los pueblos libres que surjan de ese proceso. A uno y otro lado del Ebro. Está en nuestras manos. Desde abajo para cambiarlo todo.

Como el 11 de septiembre no homenajeamos únicamente la Diada catalana, recordaré las palabras de Salvador Alllende, un ejemplo para quienes soñamos cada noche en que pasado mañana es el día en el que se abrirán las grandes alamedas: "la historia es nuestra y la hacen los pueblos".

 

 

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