Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Una sociedad judicializada y cada vez más infantil

Llamadme «especista», pero creo que desear la muerte de un niño con cáncer por el hecho de que le gusten los toros es muestra de inhumanidad y una infamia. Coincido con mi buen amigo Santi Alba Rico en que «lo que caracteriza el fin de una civilización es precisamente la confusión entre los hombres y los animales». Plantear, aunque sea de modo retórico, que prefieres que fallezca un ser de tu misma especie antes que una res es una forma de barbarie, paradójicamente ejercida por quienes se reivindican como poseedores de una especie de superior ética civilizatoria. 

Dicho esto, que a esa misma persona que deseó de modo figurado la muerte de un niño con cáncer le detenga la Guardia Civil por escribirlo en Twitter o Facebook es la muestra de que nos estamos volviendo completamente locos. Ha ocurrido esta misma semana, con dos arrestos en Donostia y Cullera (País Valencià). Todos, o casi todos, convenimos en que esas no son las palabras más acertadas. Es cruel y estoy seguro de que tanto al menor como a sus padres les ha generado muchísimo dolor leerlas. Sin embargo, si tuviésemos que detener a alguien por cada palabra pública o idea inapropiada, por cada insulto o falta de respeto, pasaríamos más tiempo en comisaría que en casa. Yo el primero. El mal gusto nunca debería ser punible penalmente. 

No podemos judicializar todo ni vivir bajo la dictadura de lo políticamente correcto y el «que lo detengan». No podemos entregar a policías y jueces la potestad para perseguir a quien escribe u opina, por muy repugnante que nos parezca el mensaje. Cierto es que existen las figuras de la injuria y la calumnia en el Código Penal. Y que si alguien se siente ofendido, tiene todo el derecho del mundo a presentar una querella. Pero este procedimiento queda muy lejos de la parafernalia del arresto mediático y ejemplarizante. Existen otras maneras. La que se está imponiendo entrega a los agentes la discreccionalidad para el arresto no en base a las leyes, sino a su propia subjetividad. En casos similares no se actúa de la misma manera, lo que implica que son las comisarías, en última instancia, las que deciden a quién se le puede desear la muerte. Para comprobarlo, basta con comprobar cuántos ultraderechistas han sido arrestados por amenazar u hostigar a través de Internet. 

Resolver los conflictos que presentan las redes sociales con más policía, mayor control y la expectativa del arresto convierte la sociedad en un lugar más inhóspito, más hostil y, a la vez, más infantil. Saca a la luz al pequeño fiscal que todos llevamos dentro. Nos hace intolerantes a los mensajes que nos irritan, molestan o hieren. No contribuyamos a hacer un mundo todavía más vigilado. 

 

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