El hombre pacífico ni siquiera vino al mundo llorando, así de pacífico era. Y siguió creciendo, serenamente, sin dar nunca problemas a nadie.
En la apacible escuela confirmó las ventajas del pacifismo poniendo siempre la otra mejilla, la otra mano, el otro ojo, hasta que manco, ciego y sin mejillas, regresaba tranquilo a casa para escuchar afable las quejas y maldiciones de la familia.
En el trabajo supo tolerar abusos y consentir excesos, siempre complaciente y complacido de sobrellevar con la mejor de sus sonrisas tantos atropellos. Nada lo amilanaba y, a pesar de los agravios, él correspondía con la otra sonrisa, la otra oreja, el otro pie, hasta que sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, se entregaba a la reparadora pesadilla que esa noche le tocara en suerte poniendo siempre por delante su apacible y manso corazón, capaz de perdonarlo todo. Así fue que, además de sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, también quedó sin pecho y sin espalda, pero ni siquiera entonces tuvo un mal gesto.
Cuando sólo le quedaba la palabra, ya viejo, un mal día, sin venir a cuento, se le escapó un ¡coooño! delante del espejo que indignó a su familia, a su maestro, al cura, al patrón... Todos le reprocharon su peligrosa intolerancia. Eso fue poco antes de que, también, perdiera la palabra.
(Preso politikoak aske)
Cuando perdió la palabra
Cuando sólo le quedaba la palabra, ya viejo, un mal día, sin venir a cuento, se le escapó un ¡coooño! delante del espejo que indignó a su familia, a su maestro, al cura, al patrón... Todos le reprocharon su peligrosa intolerancia.