Koldo Campos
Koldo Campos
Memoria que respira y pan que se comparte

Cuando perdió la palabra

Cuando sólo le quedaba la palabra, ya viejo, un mal día, sin venir a cuento, se le escapó un ¡coooño! delante del espejo que indignó a su familia, a su maestro, al cura, al patrón... Todos le reprocharon su peligrosa intolerancia.

El hombre pacífico ni siquiera vino al mundo llorando, así de pacífico era. Y siguió creciendo, serenamente, sin dar nunca problemas a nadie.

En la apacible escuela confirmó las ventajas del pacifismo poniendo siempre la otra mejilla, la otra mano, el otro ojo, hasta que manco, ciego y sin mejillas, regresaba tranquilo a casa para escuchar afable las quejas y maldiciones de la familia.

En el trabajo supo tolerar abusos y consentir excesos, siempre complaciente y complacido de sobrellevar con la mejor de sus sonrisas tantos atropellos. Nada lo amilanaba y, a pesar de los agravios, él correspondía con la otra sonrisa, la otra oreja, el otro pie, hasta que sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, se entregaba a la reparadora pesadilla que esa noche le tocara en suerte poniendo siempre por delante su apacible y manso corazón, capaz de perdonarlo todo. Así fue que, además de sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, también quedó sin pecho y sin espalda, pero ni siquiera entonces tuvo un mal gesto.

Cuando sólo le quedaba la palabra, ya viejo, un mal día, sin venir a cuento, se le escapó un ¡coooño! delante del espejo que indignó a su familia, a su maestro, al cura, al patrón... Todos le reprocharon su peligrosa intolerancia. Eso fue poco antes de que, también, perdiera la palabra.

(Preso politikoak aske)

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