Así contestó Elon Musk a una pregunta sobre un posible conflicto de intereses por la entrega de dinero público a su propia empresa. En otro tiempo u otro lugar, esto habría sido un escándalo descomunal, pero ocurrió en los Estados Unidos de la segunda etapa de Trump. Que sucediera en pleno despacho presidencial, lejos de provocar más rechazo, lo sitúa en las coordenadas de una confusión ya sin complejos entre el poder del Estado y el empresarial. Al capital le viene sobrando toda institucionalidad que no sea mercenaria de sus deseos de expansión y extracción y a los magnates como Musk les mola aparecer desenfadados y sin complejos. Ese desparpajo con el que reconocen su desprecio por toda función estatal no represiva o proteccionista de sus negocios, esas performances de rebelde pijo, esa irreverencia de acudir al despacho oval con un niño que se saca los mocos y los pega sobre la mesa presidencial, todo eso es la vez la expresión de una prepotencia desbocada y la teatralización del sometimiento de la legalidad a la forma monopolio.Hay quien, como Cédric Durand, encuentra en todo esto un «paralelismo con el sistema feudal (que) surge cuando vemos que la lógica de producción es desplazada por la de depredación». Y añade que si en la Edad Media la clave era el control de la tierra, «hoy se trata de monopolizar el conocimiento». No es casual, ciertamente, el protagonismo de gigantes del extractivismo de datos como el propio Musk, que recientemente ha logrado hacerse con descomunales bases de datos de la administración de los EEUU. Estas imágenes reflejan una especie de corte imperial-digital, una escenificación reforzada con la intervención en la guerra de Ucrania y el respaldo al genocidio y la expulsión en Gaza. El mensaje es claro: aquí estamos para recordaros que los EEUU no van a dejarse arrebatar tan fácilmente el monopolio del planeta. Al modo de su amigo-cómplice Musk bien podría decir Trump que, en realidad, quien domina el mundo no es él, sino su empresa.