Hace unos días, en una de esas bodas turísticas que últimamente proliferan en nuestros pueblos, entre tacones, pamelas y corbatas, se paseó, copa de sangría en mano, un militar con su traje de gala y su quepí. El uniforme está de moda; tanto, que el flamante ministro de Educación pretende reinstaurarlo en los centros escolares, pero no como elemento difuminador de las diferencias sociales que se evidencian entre los escolares a través de las ropas de marca, sino como santo remedio al hecho de que algunas muchachas acudan a los centros de enseñanza vestidas con la abaya, esa túnica propia de los países de Oriente Medio y del Norte de África y que se asocia al mundo musulmán. De momento, el gobierno de Macron ha tirado por la calle de en medio prohibiendo directamente esta prenda en las aulas, por considerarla como un uniforme religioso. Hace 223 años, otra ley, en aquel entonces del gobierno de Napoleón, prohibía a las mujeres el uso del pantalón. Los franceses tardaron dos siglos en darse cuenta de que la restricción, que se abolió en 2013, era ridícula. Haría mucho mejor la Francia del siglo XXI invirtiendo en desuniformizar la educación y desaferrándola del chovinismo monocultural y monolingüe que produce ese tipo de gente que acaba en bodas de turista, entre tacones, pamelas y corbatas, bebiendo sangría bajo un quepí y fantaseando con toda suerte de prohibiciones.