Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea

Afganistán, el viaje, las alforjas y la hipocresía

Octubre de 2001: La nube de polvo y cenizas provocada por el derrumbe de las Torres Gemelas tras los ataques dl 11-S  no ha terminado de diluirse entre los escombros de la zona Cero y EEUU ultima una operación de castigo contra los talibán afganos.
El argumento, la connivencia entre el régimen teocrático de los estudiantes del islam (taliban) y la red Al Qaeda, creada por Osama Bin Laden precisamente en suelo afgano en los años ochenta, en plena guerra contra la ocupación soviética y con la financiación de Pakistán. Arabia Saudí y EEUU.

Amenazados con una lluvia de bombardeos desde los B-52 –que finalmente no podrán eludir– los talibán, ¿ingenuos?, se escudan en que el islam prohíbe que renuncien a ofrecer la hospitalidad que les pidió Bin Laden cuando buscó refugio tras huir de Sudán, objetivo en 1999 de ataques de castigo ordenados por el entonces presidente de EEUU. Bill Clinton, en represalia por los atentados contra sus embajadas en Kenia y Tanzania. Eran  tiempos en los que el eterno presidente sudanés, Omar al-Bashir, coqueteaba con el islamismo rigorista de Hassan al-Tourabi.

Pese a ello, los talibán se comprometieron a pedir a Al Qaeda que abandonara el país y a renunciar a cualquier tipo de relación con la red yihadista. Washington insistió en exigirles que le entregaran la cabeza del saudí en bandeja de plata. Lo que vino después ya lo conocemos.

 

Enero de 2019. Tras 17 largos años de guerra, decenas de miles de muertos y la destrucción total de un país todas cuyas generaciones, incluidas las abuelas y abuelos afganos, no han conocido la paz,  los EEUU  de Trump y los talibán ultiman un principio de acuerdo por el que la potencia ocupante se compromete a completar su retirada militar, ya iniciada por Obama, a cambio de que los talibán, que se preparan desde sus «cuarteles» de invierno para iniciar su enésima ofensiva de primavera, renuncien a albergar en territorio afgano a Al Qaeda y a su último engendro, el Estado Islámico.

La primera pregunta, obligada, inquiere si para semejante viaje de ida y vuelta hacían falta tantas alforjas anegadas con la sangre y el sufrimiento de la población afgana.

La segunda apela, cómo no, a la hipocresía de unos países que demonizan al enemigo para años después negociar con sus herederos y descubrir, ¡oh!, que al fin y al cabo hay cosas peores. Que es preferible un talibán que lucha en nombre de Afganistán que un yihadista cuya patria es una mezcla de nostalgia mal digerida por los tiempos del profeta mezclada con un nihilismo de últiimísima hora provocado por los efectos-estragos de la globalización.

Hipocresía que no solo retrata a EEUU, que también. Porque en los últimos años tanto Rusia como Irán no han dudado en coquetear -hay quien asegura que en algún caso incluso en armar– a los talibán, aunque estos nunca hayan dejado de representar una versión (la deobandí) del rigorismo suní, tan odiado y combatido tanto por Teherán como por Moscú a lo largo y ancho del mundo –iincluida Siria–.

Y es que todo apunta precisamente a que ha sido ese doble-triple movimiento en el «Gran Juego» que lsigue ocupando a las potencias, mundiales y regionales, en Asia Central, el que habría obligado a Washington a acelerar su dribling  y, de paso, a dejar atrás un conflicto, el afgano, que se había convertido desde su iniciio en un cenagal.

 

 

 

 



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