El multimillonario Elon Musk, el hombre más groseramente rico del mundo, ha desembarcado sin mandato alguno –no fue elegido y se limitó a donar unas migajas de su fortuna a la campaña de Trump- en el corazón del sistema estadounidense y, con la excusa de «desmantelar la burocracia gubernamental», está cerrando ointerviniendo en toda una serie de agencias federales, desde la USAID a la CIA y el FBI, pasando por el Tesoro estadounidense y los programas de equidad, diversidad e inclusión.
Musk está aplicando el mismo principio que llevó a cabo cuando adquirió Twitter y despidió a miles de empleados de la firma para fundar X desde otros principios, léase algoritmos.
Para ello está ordenando borrar (¿previa copia?) millones de dossieres y datos con los que hará tabula rasa para resetear y confirmar el imperio de la supertecnocracia que nos espera.
Porque el hecho de que pueda haber un conflicto de intereses entre su labor en la Administración Trump y su condición de patrón de Tesla y máximo accionista de Space X, con las que EEUU tiene contratos multimillonarios, es «pecatta minuta».
Musk, con los arribistas de Silicon Valley, quiere implantar una autocracia neo-neo liberal basándose en la apropiación espúrea de los datos y de la desinformación.
Y no se contenta con EEUU. En su afán desregulatorio, la UE es un problema y busca horadarla apoyando a las quinta-columnas de la extrema derecha, en Alemania, en el Estado francés o donde sea.
Si para ello tiene que lanzar guiños como hacer el saludo nazi-fascista para celebrar la victoria electoral de Trump, siempre tendrá tiempo para asegurar que los que le critican son unos woke exagerados que confunden lo que fue una muestra exultante de alegría.
No en vano nació en la Sudáfrica del Apartheid, a donde emigró su abuelo, un canadiense nazi. Así se entiende la animadversión del Gobierno Trump con la actual Sudáfrica y su decisión de no participar en la reunión del G20 en Johannesburgo. La sombra de Musk es alargada. Y va de Trump a su vic y heredero, J.D. Vance
