El hecho de que dos países vecinos que técnicamente siguen en guerra y que no cuentan con fronteras terrestres reconocidas bilateralmente ni relaciones diplomáticas anuncien un acuerdo ya es noticia, aunque sea un acuerdo sobre la demarcación marítima.
Que los firmantes del acuerdo sean Israel y Líbano no es noticia, sino notición. Aunque sea un acuerdo económico para repartirse la explotación de los yacimientos de gas, ese cada vez más codiciado hidrocarburo, en sus costas del Mediterráneo. Y lo es no solo porque, ante el salomónico acuerdo de repartirse los dos yacimientos, Hizbullah le haya dado luz verde.
La misma Hizbullah que en julio lanzó tres drones, que fueron interceptados, contra la plataforma de explotación instalada por Israel en el que fiinalmente será suyo de Karish. El mismo «Partido de Dios» enemigo jurado del sionismo israelí.
Mal le andan las cosas a Líbano, un país económicamente y energéticamente en bancarrota, para que haya cruzado semejante Rubicón.
Un país de los cedros con un gobierno interino y que en unas semanas intentará por enésima vez alcanzar un más que improbable consenso para designar a un presidente.
Turbias bajan a su vez las aguas en Israel, que celebra los también enésimos comicios el 1 de noviembre, con un Benjamin Netanyaghu de vuelta y que ha denunciado «traición» por transicionar con Líbano.
Pero todo apunta a que Israel se puede permitir vivir en una campaña electoral permanente. Mientras, con la mediación e impulso de EEUU sella pactos como este o como los que, bajo el epígrafe de Acuerdos de Abraham, le han permitido normalizar relaciones con varios regímenes árabes. O el reciente firmado con la Turquía de Erdogan.
La vieja idea árabe e islamista de expulsar a los judíos al mar parece cada vez más lejana. A un mar donde Líbano accede a repartirse el gas con Israel y un país hebreo donde las satrapìas árabes ultiman cada vez más negocios.
Desgraciados tiempos para los palestinos.
