Hace ya un siglo que el sociólogo alemán Max Weber realizó una famosa distinción entre los dos tipos de ética que pueden primar en la acción política: la ética de las creencias y la ética de la responsabilidad. Se supone que la persona que se guía por la ética de las creencias (o de las convicciones) antepone sus valores a todo lo demás, mientras que la que actúa según la ética de la responsabilidad se preocupa sobre todo de las consecuencias de sus decisiones y relativiza, por tanto, sus valores. Es evidente que las situaciones a las que nos enfrentamos a lo largo de la vida son lo suficientemente complejas como para que resulte muy difícil decidir a qué tipo de ética deberíamos adherirnos. El mismo Weber se encarga de advertir, como liberal que era, que nadie puede decirnos en qué momento debemos actuar según un tipo u otro de ética. Y, de hecho, las dos se pueden utilizar perversamente. En nombre de la responsabilidad, literalmente dicho, Aznar defendió colaborar en el despropósito de la invasión de Irak. Y en nombre de las creencias supuestamente cristianas y de los valores supuestamente europeos, Polonia cierra cruelmente sus fronteras a la inmigración. Aun así, antes de hacer una determinada propuesta, estaría bien pararnos a pensar estas dos preguntas: ¿A qué creencias responde? ¿Qué consecuencias acarrea? Porque podemos estar de acuerdo con los valores de partida y en desacuerdo con la previsión de las consecuencias. Avanzar en el debate sobre la transición ecológica y el papel de las energías renovables, por ejemplo, debería ser el resultado de la conjunción de estas dos éticas. Hablamos de la defensa de creencias como es el respeto a la biodiversidad, pero también somos conscientes de que la industria consume el 60% de la energía... y no queremos una sociedad empobrecida. Es un debate complejo y poliédrico. Pero creo que argumentar valores, totalmente respetables, haciendo caso omiso de lo que pueda suceder en el futuro, es una irresponsabilidad.