Hay gente que no sabe estar sola, y hay gente que no logra estar sola, aunque lo esté deseando. La soledad puede ser un castigo o un privilegio, según cómo se se mire. Las personas internadas en cualquier institución saben mucho de eso. El aislamiento es una forma de castigo muy común. Sin embargo, tener una celda individual en la cárcel o una habitación no compartida en un hospital es un privilegio. Cuando a la soledad se le pone el adjetivo de “indeseada” pasa a convertirse en un problema social. Tanto es así que en 1918 y 1921, respectivamente, el Reino Unido y Japón crearon sendos Ministerios de la Soledad, encargados de atajar la creciente falta de relaciones sociales, sobre todo entre adultos de avanzada edad. En Europa se estima que una de cada cuatro personas ancianas vive una soledad no deseada y que esta es origen de todo tipo de enfermedades físicas y psíquicas. Timeleft es una plataforma dedicada a organizar cenas semanales entre desconocidos. En base a unos cuantos datos personales, el algoritmo te empareja con cinco extraños. De ese encuentro puede salir una amistad… o no. La soledad es una consecuencia lógica de nuestra sociedad, donde ninguna atadura familiar, de pareja o de amistad se considera indestructible. Las relaciones son efímeras, en parte, porque reivindicamos autonomía en nuestra vida. Sin embargo, donde vivimos casi amontonados, debería ser un derecho gozar de un rato de soledad al día. O de días de soledad. Para alejarse del mundanal ruido y conectar con nuestro propio ruido interior, porque soledad y silencio suelen ir bastante unidos. Se dice que Kant, Beatrix Potter, Goya, Schopenhauer o Virginia Woolf buscaron la soledad con ahínco, como condición sine qua non para su trabajo, que era su auténtica fuente de felicidad. O sea, la soledad se merece mejor fama y menos estigma. Igual que se enseña la importancia de la empatía o del trabajo en grupo, nos deberían enseñar a valorar el lado bueno de la soledad, a no tenerle miedo.