A mi terapeuta le ha gustado la película», contestó el donostiarra Mikel Gurrea en una entrevista a la pregunta sobre las críticas al drama rural "Suro", dirigido por él. Me pareció gracioso, primero, que nombrase antes que a nadie a su terapeuta, como si fuera una autoridad cinematográfica; y, segundo, que admitiera tan alegremente que estaba asistiendo a terapia. Aunque hoy en día se afirma a menudo que la salud mental ha dejado de ser tabú, aunque el sistema sanitario hace esfuerzos por abarcar esa problemática, aunque se hable cada vez más abiertamente sobre temas como la depresión, la anorexia o el suicidio, yo tengo la sensación de que solamente la gente famosa del mundo artístico o del deporte de élite se atreve a hacer ese tipo de confesiones. ¿Alguien se imagina oír a un hombre o a una mujer, líder político, o con una gran responsabilidad institucional, decir abiertamente que está tomando antidepresivos? ¿O que está asistiendo a terapia psicológica? ¿O que toma ansiolíticos cada vez que tiene una comparecencia pública? ¿O que necesita somníferos para poder dormir? La realidad es que las patologías psíquicas o emocionales siguen estando estigmatizadas porque, supuestamente, denotan debilidad. Y tendemos a admirar a las personas fuertes, no a las débiles. A esto hay que añadir que la terapia, y sobre todo, los psicofármacos, mientras más progresista es el entorno, peor fama tienen. Miremos a nuestro alrededor. Nos enteraremos mucho antes de que nuestra amiga tiene artritis que de que toma antidepresivos.
Hay gente que condena los psicofármacos y se queja de la «dictadura de la felicidad» que nos quieren imponer. La tristeza es parte de la vida, dicen; solo hay que aprender a gestionarla. Quizás. Sin embargo, no todas las enfermedades se aceptan tan estoicamente. La persona que lucha contra un cáncer se convierte en una heroína, aunque la muerte es también parte de la vida. La que lucha contra una depresión no genera empatía, solo pena.