NAIZ (Fotos: P. LOPEZ/AFP)
Nicolás Quezel-Guerraz, uno de los guardianes del faro. (P. LOPEZ/ AFP)
Nicolás Quezel-Guerraz, uno de los guardianes del faro. (P. LOPEZ/ AFP)

Un día con los fareros de Cordouan

El faro de Cordouan únicamente es accesible cuando la marea está baja. Solo entonces se puede visitar. Pero en su interior siempre hay dos guardianes que lo miman por dentro y lo protegen por fuera del embate de las olas en días de tormenta. Hemos navegado hasta allá y conversado con ellos.

El faro de Cordouan, declarado recientemente Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, fue diseñado por el ingeniero Louis de Foix e inaugurado en 1611 sobre una meseta únicamente visible durante la marea baja; un lugar que, cuando sube la marea y, sobre todo, en jornadas tormentosas, se protege de un entorno peligrosamente hostil con su grueso muro de piedras construido a modo de escudo.





Por eso, únicamente cuando el tiempo lo permite, especialmente en verano, puede ser visitado. Es entonces cuando los visitantes pueden disfrutar de este centinela popularmente conocido como «el rey de los faros». El apodo obedece a su historia y a su impresionante presencia.

Es actualmente el único faro habitado del país y el segundo catalogado por la Unesco tras el de La Coruña. Su imponente torre de cono truncado de piedra clara señala la entrada a la ría más grande de Europa en una zona con corrientes caprichosas y rocas peligrosas; en total, siete kilómetros de Verdon-sur-Mer (Gironde) y diez de Royan (Charente-Maritime).



Los visitantes que acuden por primera vez a la torre se quedan realmente impresionados. «Su aspecto, su arquitectura, su estado de conservación, su historia, su acceso complicado... ¡Es un castillo!», comenta Jacques, un jubilado de Nantes de 69 años aficionado a los faros. «Cordouan fue lo primero que apunté en mi lista tras la jubilación. Esta riqueza, estas esculturas ... ¡No imaginaba que fuera tan grande por dentro!, interviene Martine, una girondina de 61 años que también se ha apuntado a la visita.





Tras abandonar la embarcación que los acerca hasta el faro durante la marea baja, los visitantes escuchan atentos interesantes detalles y anécdotas sobre la rica historia y el valor patrimonial del lugar. Quienes ofrecen las explicaciones son los que viven en este curioso edificio, hoy propiedad del Estado pero gestionado por el Sindicato Mixto para el Desarrollo Sostenible del Estuario de Gironda. En total, son cuatro «fareros» los que se van turnando para que siempre esté habitado.



Horario en función de las mareas

Los barcos parten de los puertos de Royan, Meschers-sur-Gironde o Le Verdon sur mer. El viaje dura 45 minutos y los horarios cambian en función de las mareas, por lo que siempre es conveniente confirmar las horas antes de hacer planes.



Una vez atravesado el pórtico de columnas que delimita la entrada a esta torre de 67 metros de altura, hay que subir 301 escalones. El visitante cruza primero «el apartamento del Rey» –donde, curiosamente, nunca ha puesto un pie ningún rey–; después, atraviesa una capilla con vidrieras y suelo de mármol –donde algunos visitantes encienden velas– y accede a una escalera de caracol con peldaños de piedra que parece suspendida en el aire y que comunica con el pasillo exterior, ubicado bajo la linterna. Una vez arriba, la panorámica es impresionante: una imagen de 360 grados, desde Soulac-sur-Mer hasta La Palmyre, desde donde un ojo agudo puede distinguir a lo lejos la silueta –con forma de proa de barco– de la iglesia de hormigón de Royan.


Fue en Cordouan, explican los empleados del faro, donde el científico Augustin Fresnel puso a prueba su famosa lente en 1823. Desde entonces, este dispositivo de placas de vidrio, que permite «aplanar el haz de luz para intensificarlo», equipa todos los faros del mundo. Aquí, una simple bombilla de 250 vatios consigue un alcance lumínico de 19,5 millas náuticas, es decir, algo más de 36 kilómetros.  


Trabajo previo

La decisión de la Unesco de declarar el faro Patrimonio Mundial de la Humanidad esconde detrás un trabajo previo de sus defensores. Entre ellos, se encuentra Christophe Bonnin, visitante habitual del edificio, que se muestra satisfecho con el resultado de las campañas que han realizado a favor. «Es realmente hermoso, está muy limpio y bien conservado».

 De hecho, se ha arreglado y reforzado el camino de acceso, se han recuperado con mimo las piedras carcomidas por la sal, se ha restaurado la capilla... Albañiles, especialistas en trabajos verticales, escultores, canteros...  Muchos gremios se han implicado en este ambicioso proyecto.

Y el resultado obtenido es continuamente halagado por los turistas, a menudo con envidia sana: «¡Tienen una segunda casa muy bonita!». Y ellos, ya acostumbrados a este tipo de improvisados comentarios, comentan en voz alta: «Siempre hay alguno que pide quedarse en nuestro lugar».


 Pero, obviamente, nadie se queda; todos se marchan. Y se quedan, solos, los guardas, los centinelas humanos
. Eso sí, siempre tras cerrar el portón, porque, como confiesan ellos mismos, en el faro de Cordouan siempre esperan «hasta el último momento para cerrar la puerta» y sumergirse nuevamente en la soledad y el silencio.

Se cierra la pesada puerta de madera y comienza a subir la marea, que, primero lame suavemente y después muerde con fuerza la escalera de piedra. Es entonces cuando realmente arrranca el aislamiento, cuando se va el último visitante, el último intruso del santuario que deben mimar y proteger a diario. «Siempre esperamos hasta el último momento antes de encerrarnos y aislarnos», explica Nicolás Quezel-Guerraz, uno de los trabajadores que se queda en la torre.

Han despedido a los visitantes pero Nicolás y su colega, Thomas Dalisson, no han terminado su jornada laboral. Siempre tienen tareas en el interior de su «vivienda». Hay que limpiar, realizar labores de mantenimiento, controlar y reponer las reservas... «Cordouan es una vieja choza de piedra en medio del océano, pierde mucho polvo y, por eso, tenemos que barrer a menudo», incluso reponer algunas piedras erosionadas». Pero, aun así, Nicolás, bajo la bóveda de la capilla, a través de cuyas vidrieras se filtra la luz, dice que no tiene motivos para quejarse, porque le encanta su trabajo.

No obstante, tienen que enfrentarse también a tareas de gran dificultad y riesgo. Por ejemplo, es necesario limpiar a fondo las placas de vidrio de la linterna, a 67 metros sobre el agua. El mecanismo está automatizado, pero de vez en cuando hay que cambiar la bombilla que genera el haz de luz. No obstante, el riesgo también tiene su recompensa. «¡Nos sentimos muy felices y satisfechos cuando volvemos a encender el faro!», bromea Thomas.



Además de la atención a los visitantes, les corresponden las tareas de emergencia en casos de varamientos en esta peligrosa zona y la vigilancia del lugar para evitar saqueos o vandalismo. «Y, cuando no hay nada más que reparar o limpiar, está el mar para mirar», reconoce Dalisson.


Son, en total, cuatro compañeros que hacen rotaciones de una a dos semanas, siempre en parejas. Son empleados del Sindicato Mixto para el Desarrollo Sostenible del Estuario de la Gironda, la responsable del faro.


«Vidas idílicas»

Ambos están acostumbrados a bromear y a alardear de sus «vidas idílicas», en la que incluyen los suelos de madera, la calefacción en invierno y, muy especialmente, una cocina totalmente equipada.
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«Es una elección; optas por un estilo de vida especial sabiendo que pasarás gran parte del tiempo sin tu familia cerca. Pero no estás tan aislado. Tienes a tus compañeros en invierno y a los visitantes durante el verano». Dalisson llega incluso a confesar que alguna vez se ha sentido más aislado en casa, en la casa que actualmente está reparando no muy lejos de allá.


Además, todos los días son diferentes, bien por el clima, bien por la actividad. «Es emocionante no saber cómo transcurrirá el día. No vamos al trabajo en coche, vivimos en unas condiciones con elementos ajenos a nuestra voluntad de los cuales dependemos por completo.

Thomas era cocinero en Burdeos, pero tomó una decisión de la que no se arrepiente. El cambio mereció la pena. Más serenidad, más contacto con la naturaleza... Y, si tuviera que elegir una imagen que describiera su relación de amor con su faro, se quedaría con el momento mágico tras una noche bajo las estrellas, ese momento en el que sale el sol y el faro enrojece.