Oihane LARRETXEA

Balenciaga: reconstruyendo al genio

Las piezas que Cristóbal Balenciaga ideó siguen arrojando luz sobre el modisto y permiten seguir escribiendo su historia. El departamento de Conservación y Restauración del Museo Balenciaga, que protege este patrimonio, nos abre sus puertas.

Igor Uria, director de Colecciones de la pinacoteca y es jefe del departamento. (Juan Carlos Ruiz/FOKU)
Igor Uria, director de Colecciones de la pinacoteca y es jefe del departamento. (Juan Carlos Ruiz/FOKU)

Cuando en 1968 el modisto Cristóbal Balenciaga (Getaria, 1895 - Xàvia, 1972) se retiró del mundo de la Alta Costura y cerró sus talleres de París y Madrid tenía 73 años. Hijo de un pescador y una costurera, llegó a lo más alto en su carrera, aunque lo verdaderamente difícil, solo al alcance de mentes brillantes y perseverantes, fue mantenerse en la cima durante todo ese tiempo. Este 2020, año en que se conmemora el 125 aniversario de su nacimiento, su historia se sigue escribiendo a través de las prendas que diseñó y confeccionó. Vestidos, abrigos, chaquetas y sombreros que trascienden los límites de la moda y son ya patrimonio cultural.

Es precisamente conservarlo y tratarlo como tal lo que permite preservar su obra, investigarla y difundirla a las generaciones venideras. Esa es la clave con la que trabajan en el departamento de Conservación y Restauración del Museo Balenciaga en Getaria.

Mezcla de laboratorio y taller

El departamento se ubica en la zona baja del museo, y sus instalaciones son una mezcla de laboratorio y taller. Hace una temperatura constante de 18 grados y nos advierten de que quizás nos quedemos fríos. Igor Uria es el director de Colecciones de la pinacoteca y es jefe del departamento, en el que trabaja con su compañera Ruth Valentín. Ane Gil es una estudiante de Bellas Artes de la UPV-EHU que ha tenido la suerte de recalar en Getaria con una beca de tres meses. Con sumo cuidado, ambas limpian con esponja y una espuma especial un abrigo al que han de quitarle «toda la suciedad» antes de guardarlo de nuevo en el depósito. No es un tratamiento habitual, sino uno reservado a ciertas prendas y manchas.

Cuando el museo recibe una donación o prendas en depósito, lo primero es mantenerlas apartadas durante 40 días a fin de comprobar que la prenda no sufre ninguna alteración por el cambio de lugar y temperatura. Una vez transcurrida la cuarentena, se les hace una microaspiración para eliminar de entre las fibras toda partícula posible y se cuelgan en una percha diseñada y creada ad hoc. Envueltas en fundas, y con una etiqueta exterior que detalla cada pieza con su referencia, pasan a formar parte del fondo, donde hoy, diez años después de la apertura del museo, se acumulan más de 3.000 piezas.

Sanando «las heridas» de las piezas

«Nosotros recibimos y recogemos todo tipo de piezas, porque lo que nos interesa es recopilar todo aquello que pasó por sus manos, todo lo que tenga que ver con él. Nuestro cometido es proteger todo eso, repararlo y rehabilitarlo, pero cada una de las prendas se pone a punto cuando han de mostrarse en alguna exposición. Digamos que en esta fase les sanamos la heridas».

Es tal el volumen de trabajo que, de ponerse a restaurar todo lo que hay guardado, solo se dedicarían a ello. Este es un trabajo minucioso que se hace poco a poco, de forma paralela a la organización y preparación de exposiciones y otras actividades. Por ejemplo, el abrigo que tienen entre manos llegó en 2006; desde entonces ha estado esperando en el interior de su funda.

Un delicado vestido y su pequeña chaqueta con finas plumas rosas acaparan nuestra atención. Es de 1965, y requiere de una importante recuperación. «Hemos diseñado un proceso específico de trabajo por su complejidad. La chaqueta por un lado, porque las plumas van sobre tul; y el vestido por otro, porque es de organza. Eso nos ha llevado a tomar diferentes decisiones», explica Uria. Por ejemplo, en lugar de emplear adhesivo especial para añadir las plumas, como acostumbran en América y Gran Bretaña, han optado por coserlas una a una porque «somos más segurolas». «Por muy especial que sea el pegamento, no sabemos con exactitud si repercutirá». También las han teñido una a una pero, en lugar de elegir el mismo color, han optado por uno más bajo. «La restauración tiene que ser discernible a los ojos, tienes que ser capaz de ver qué has hecho para poder saber qué es original y qué es posterior. Si las hiciéramos iguales no podríamos ver su evolución ni saber cómo se comporta con el paso del tiempo».

Según cuenta, en el departamento no les gusta soltar piezas o costuras originales, pero en este caso concreto, por la dificultad del proceso, era necesario sacar el forro interior, confeccionado en la zona del pecho con varillas a modo de corsé. «Esta prenda tiene mucha importancia porque nos ha dado nuevas pistas y mucha información sobre el hacer de Balenciaga. Sabemos, por ejemplo, que no fue de una clienta, sino de una maniquí que vestía creaciones del modisto para mostrarlas a las clientes. Y eso le da mayor importancia al vestido, porque sabemos que si la posible clienta así lo requería, la maniquí lo desfilaba en el salón [de la Casa Balenciaga] todos los días de 15.00 a 19.00».

Sabemos también que, finalmente, alguna mujer interesada en él lo terminó comprando. Y lo sabemos porque en su interior perdura aún el sello del impuesto que había que pagar por llevarse un Balenciaga de Europa a América. «Otras mujeres cortarían la etiqueta para evitar pagar. Son estos pequeños detalles los que tienen valor, porque nos permiten completar la historia poco a poco», justifica Uria.

La modificación de originales

En este departamento no hay planchas convencionales. Estiran y alisan las prendas en una gran mesa de vidrio llamada «mesa de alineación» y utilizan pesos, cristales y los cinco dedos de la mano para preparar los tejidos. Sobre ella extiende un abrigo después de haber pasado por todo el proceso de restauración. Está listo para exponer, aunque el camino ha sido muy largo. «Si algo tienen las creaciones de Balenciaga es que son atemporales, pero las modas cambian y a nuestras manos llegan prendas con mil modificaciones, a veces destrozos. En este caso, la mujer cambió de sitio los botones y abrió el cuello para añadirle otra pieza…». Para restituir los botones al lugar natural emplean el microscopio, que les ayuda a determinar dónde deben ir colocados, aunque en este caso no hizo falta porque su dueña no se molestó en cortar los hilos originales.

Ocurre igual con un vestido rojo de 1954. Con apliques de cuero dorado, pedrería y abalorios, su propietaria lo modificó, aunque por suerte guardó las piezas que retiró. «Ahora vemos este vestido rojo como patrimonio, pero entonces, como ahora, las modas influían y hay muchos vestidos largos que han llegado al museo recortados. Era mejor adaptarlo que tenerlo guardado en un armario, y ese hecho también forma parte de la historia de ese vestido», considera.

Tras recopilar los diez apliques, están devolviendo a la prenda su diseño inicial. Las han desmontado y lavado a mano. Ruth Valentín cose con delicadeza, casi sin tener contacto con el vestido. No es miedo, sino cautela. «Trabajamos en plano, con la prenda sobre la mesa, por eso la aguja es curva, como un anzuelo. Tememos que, al trabajarlo con las manos, si se manipula demasiado, se puedan deformar las fibras».

Después de todos los cuidados y reparaciones, Uria admite que cada creación tiene un perfil bueno y otro malo porque hay detalles y desperfectos que no se pueden restituir. Decidir qué parte se enseña y cuál se oculta es parte de su trabajo. «¿Qué es lo importante, que todo se pueda enseñar? Puede ocurrir que muchas piezas no se puedan exponer, pero eso también es parte del patrimonio. ¿Por qué le vamos a dar más valor a una cosa que a la otra? Hay que equipararlas a todas, porque todas son Balenciaga. Preferimos preservarlo, porque ese es nuestro objetivo: es la única forma de que este legado llegue a las próximas generaciones».

«No hay cultura de moda como patrimonio»

Sus pasos universitarios los dio en el campus de Leioa y su curiosidad la sació en la Facultad de Bellas Artes de las UPV-EHU pero, para Igor Uria (Gasteiz, 1972), especializarse en restauración y conservación no era suficiente. Era lo que más se aproximaba al que ha sido su destino definitivo: la restauración de tejidos. Poco a poco se han ido abriendo caminos para la formación, pero en aquel tiempo no existía una preparación académica como tal. En enero de 2004 recibió la llamada del que iba a ser el Museo Balenciaga. El proyecto se estaba gestando y necesitaban a un profesional preparado. Estaba previsto que la estancia fuera de seis meses y de eso ya han pasado dieciséis años.

Antes pasó por Kensington Palace, donde aprendió a hacer maniquíes. Ese fue su primer contacto real con el mundo que a él le interesaba. Combinó durante años el trabajo con la formación en múltiples centros. A día de hoy, cree que en nuestro entorno sigue sin haber una cultura de la moda como patrimonio. «Como tal lo tienen en Inglaterra y también en Francia, aunque en este caso haya partido de una cuestión industrial. El sector genera mucha riqueza en el país».

Sigue siendo complicado romper ciertos prejuicios y clichés; la moda se sigue considerando algo frívolo y superficial. Uria lucha por explicarlo desde una mirada curatorial, desde la conservación y con un discurso. «Es lo complicado, pero yo creo que detrás de un diseñador hay muchas más cosas que no se ven ni su cuentan. Y hay que contarlo. Eso es lo que tratamos desde este museo constantemente: crear un discurso, las cosas no solo son bonitas, cuentan algo. Balenciaga llevó a cabo una evolución para acometer una revolución, como los volúmenes. Las decisiones no fueron inocentes, detrás de ellas hay una trayectoria y una coherencia».

Cada prenda, «incluso un trozo de tela», revela muchos detalles porque llevan consigo un contexto histórico y social. Sigue aprendiendo del maestro cada día, y ahí radica el reto. «Hay nuevas informaciones y nuevos puntos de vista. La propia historia de Balenciaga se sigue escribiendo».