Viajar en tren, cuando el tiempo se detiene en movimiento
«La vida es el tren, no es la estación». Con esta frase, el escritor Paulo Coelho nos recuerda que lo verdaderamente valioso no está en la meta, sino en el trayecto en sí mismo. Porque viajar en tren es disfrutar del camino, mecerse en su traqueteo acompasado y sumergirse en sorprendentes paisajes.

Este año el ferrocarril celebra dos siglos de historia desde aquel primer viaje que unió dos localidades del norte de Inglaterra, un hito que marcó el nacimiento del ferrocarril moderno y que dio inicio a una revolución que puso el mundo en marcha.
Viajar sobre raíles nos ofrece una metáfora perfecta de lo que es la vida: instantes fugaces llenos de belleza que avanzan sin descanso y no vuelven, solo perceptibles para quienes saben detenerse a mirar. Mientras avanzamos a cientos de kilómetros por hora, ocurre una maravillosa paradoja: el mundo exterior pasa rápido, a toda velocidad, pero en el interior del vagón el tiempo se ralentiza y se abre un paréntesis de calma.
En él podemos leer sin interrupciones, dejar que los pensamientos fluyan, escuchar música sin mirar el reloj o, simplemente, contemplar cómo los campos, montañas o ciudades se suceden ante nuestros ojos. De esta manera, el viaje no se reduce a una transición, a un mero moverse de sitio; se transforma en un refugio donde recuperamos la capacidad de estar presentes. Tomar un café en la cafetería del tren se convierte en un ritual sencillo pero especial y el hecho de caminar por los pasillos y estirar las piernas, se convierte en un momento de consciencia, algo excepcional que no podemos hacer en otros medios de transporte.
En viajar sobre raíles hay también una belleza silenciosa que trasciende lo personal: la certeza de estar eligiendo un camino más amable con la tierra que pisamos. El tren, hoy por hoy, es la forma más sostenible de recorrer largas distancias y, en este momento en que la emergencia climática nos obliga a replantearnos nuestros hábitos, esta manera de viajar reduce notablemente las emisiones que dañan nuestro planeta. Así, viajar se convierte no solo en un placer personal, sino también en un gesto de responsabilidad colectiva.

Más allá de la comodidad y la sostenibilidad, el tren nos permite acceder al corazón de las ciudades. Frente al estrés del tráfico o las esperas en los aeropuertos, nos deja en pleno centro urbano. Bilbo, Donostia y Gasteiz son ejemplos claros: en todas ellas, la estación funciona como puerta de entrada a la vida de la ciudad. Además, muchos son edificios con carácter y con historia. En Bilbo, la estación de Abando Indalecio Prieto recibe al viajero con su espectacular vidriera que narra la historia de Bizkaia. En Donostia, la recién reformada estación del Norte combina modernidad y tradición, reflejando la elegancia de la ciudad. También en Gasteiz, la terminal ferroviaria es un edificio vivo, un ejemplo del crecimiento de la capital alavesa.
Si las estaciones pudieran hablar, relatarían historias que solo se leen en los mejores libros, pues no son solo puntos de partida o llegada, sino testigos silenciosos de nuestra memoria colectiva. Bajo sus altos techos resuenan ecos de todo lo ocurrido: un último beso robado, felices reencuentros tras largos viajes, despedidas inciertas y emotivas... Pero bajo ellos también se guardan recuerdos dolorosos de nuestro pasado reciente que a veces parecen emborronarse con el paso del tiempo.
No hace demasiado, miles de vidas se vieron truncadas al tener que marchar lejos de su hogar en busca de libertad y de un horizonte más seguro. En aquellos andenes quedaron silencios que pesaban más que cualquier equipaje. Pero estos trenes no solo llevaron despedidas sino que también trajeron llegadas. Desde Galicia, Castilla, Andalucía o Extremadura llegaron miles de hombres y mujeres que encontraron en Euskal Herria la posibilidad de construir un futuro mejor. Vinieron primero en trenes de vapor, después en locomotoras de gasoil y más tarde en trenes eléctricos. Cada partida y cada llegada han convertido a las estaciones en lugares de memoria viva, donde lo íntimo de cada familia se entrelaza con la experiencia colectiva de un pueblo que aprendió a despedirse, a recibir y a recordar. Es así como nuestras estaciones conservan el latido de generaciones enteras, recordándonos que viajar también es rememorar de dónde venimos.
Viajar en tren significa, en definitiva, recuperar algo que hemos ido perdiendo: la capacidad de vivir el presente y centrarte en el momento. Es un respiro, una pausa en este mundo frenético. Quizá por eso, quienes eligen el tren como medio de transporte sienten que allí sucede algo difícil de describir. Es como si, de pronto, la vida nos concediera una tregua, una oportunidad para bajar el ritmo y volver a mirar alrededor y, sobre todo, al interior.


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