04 MAY. 2025 PSICOLOGÍA Algo sagrado (Getty) Igor Fernández Conflictos hay muchos, y el conflicto y la emoción tras de sí tienen el potencial de acercar a las personas o alejarlas, de estrechar lazos tras su expresión, o de hacerlos saltar por los aires. Todo depende de dónde las partes pongan el límite. A menudo, los conflictos suceden entre personas que se conocen, y no solo eso: se reconocen mutuamente. Son personas con capacidad de sentir empáticamente al otro, de conocer o imaginar sus sensaciones, emociones o pensamientos, y esa capacidad puede estar al servicio de la resolución del conflicto o de su agravamiento, ya que ponernos en su lugar nos permite localizar los puntos débiles del otro, de las vulnerabilidades que, eventualmente, nos darían la posibilidad de tener ventaja sobre la otra parte. Poder no es querer. Poder hacer daño no es querer hacerlo, igual que poder reconciliarnos no es querer hacerlo. A menudo, los conflictos comienzan en la emoción, a la que se le añade después el lenguaje o ideología -pensamiento y palabras, vamos-; lo que se vive como conflictivo nace en el sentir inmediato, en el enfado o el miedo. Ambas emociones pueden ser sostenidas en el cuerpo poco tiempo. Podemos enfadarnos intensamente un tiempo corto, sin que nuestro cuerpo sufra, del mismo modo que el miedo nos activa para evitar un daño pero su activación dura el tiempo que necesitamos para alejarnos del peligro. Sin embargo, somos perfectamente capaces de perpetuar nuestros sentires a base de historias sobre las intenciones ajenas, las cualidades propias o del mundo. Dichas narraciones vuelven a activar internamente la emoción, a veces con la misma potencia que sentimos en un primer momento, convirtiendo la emoción momentánea en sentimiento persistente: el enfado en resentimiento o el miedo en fobia o parálisis. El conflicto puede extenderse de este modo durante mucho tiempo, aduciendo razones crecientemente relacionadas con la propia narrativa, y cada vez más alejadas de la situación original, o incluso de los lugares en los que inicialmente se habría podido encontrar una solución o un encuentro. Cada parte se aleja no solo de la otra, sino de la realidad compartida cuando el conflicto se inició, haciendo cada vez más difícil recular, o volver al lugar que una vez se compartió. Cuando eso sucede, la resolución pasa por dos caminos, tan fáciles como radicales. O se extrema el conflicto hasta acabar con la relación, o se pone punto y final al mismo, asumiendo que la relación es lo único sagrado que mantener, por encima de cualquier disensión. En cuyo caso, cada parte tendrá que asumir la responsabilidad de no usar de nuevo aquellas armas que sabe dañarán a su contraparte. Tendrá que querer no dañar. En las relaciones de pareja, de amistad, de comunidad o políticas, debe haber algo sagrado que asumir como común y tratar de proteger en todos los participantes. Solo de esa manera el conflicto genera algún tipo de oportunidad.