13 JUL. 2025 La «iglesia de los vascos» en Madrid En el legendario Barrio de las Letras, en el casco viejo de la capital española, hay una capilla en la que se oficia misa en euskara todos los domingos, ahora a cargo de un sacerdote africano. Se trata de un edificio del siglo XVIII que cobija a una comunidad de vascos que luchan por mantener vivas sus raíces a pesar de la distancia y la memoria de los que ya no están. Job, el actual cura de la Iglesia de San Ignacio de Loyola. Fotografías: Jairo Vargas Daniel Galvalizi Gure ondoan, Jauna, egon zaitez beti, Zu zara gure bide, eta gure bizi» cantan los feligreses un domingo al mediodía. También lo hace el cura que oficia la misa con la ayuda de la lectura del texto. Ha llegado hace poco de la africana Benin y le encomendaron encargarse de una capilla que buscaba sacerdote. Pero el canto en euskara resuena muy lejos de Euskal Herria, nada menos que en el corazón de Madrid. En la calle del Príncipe hay un rincón en la que los vascos cristianos pueden tener una misa en euskara y no desde ahora, sino desde hace décadas. Su templo esconde centenares de historias y ha sobrevivido a intentos de destrucción y cambios de mando, pero resiste, incólume, al paso del tiempo y al desarraigo. Se trata de la Iglesia de San Ignacio de Loyola, más conocida como la “iglesia de los vascos”. Tiene una Junta Directiva que aglutina a vascos residentes en Madrid o descendientes de vascos que se encargan de sostenerla y de realizar actividades en su interior, como conciertos de coros. Ellos explican, con orgullo, que es el único centro religioso de la Comunidad de Madrid que tenga misa en euskara y, probablemente, también al sur del Ebro. El portal del templo del siglo XVIII que antes albergaba al Colegio de los Ingleses. DESDE 1715 A menos de diez minutos de la Puerta del Sol y a cinco de Atocha, en el estratégico centro de Madrid se sitúa el Barrio de las Letras. Actualmente víctima de la gentrificación y transformado por el turismo masivo, esta zona mantiene todavía el carácter castizo de calles medievales angostas que lo caracterizó siempre. Se llama así porque allí vivieron algunos de los escritores más famosos del Siglo de Oro español, como Miguel de Cervantes, Lope de Vega y Tirso de Molina, entre otros. Allí se encuentra la iglesia, identificada con una placa en la puerta que dice Euskal Herrian Sorturiko eta Jatorrizkoen Erret Elkartea, 1715-2015, colocada para conmemorar su tercer centenario. La calle del Príncipe es angosta pero, al estar dentro de Madrid Central (el espacio delimitado que restringe la movilidad de coches), no es peligroso vislumbrar este templo neorománico desde el medio de la calle. Fue construido sobre el solar que ocupó el antiguo Colegio de Ingleses, fundado en 1611. Tras la expulsión de los jesuitas en 1767, el edificio fue adquirido por la Congregación de los Naturales de Vizcaya y lo sometieron a una profunda reforma que se encargó al arquitecto Francisco Moradillo. En 1776 el templo volvió a abrirse al culto, aunque sería derribado en 1865 para construir uno nuevo, de estilo más moderno. Aquellas obras concluyeron en 1898 y contaron con una residencia para padres Trinitarios Descalzos. Los arquitectos Miguel Olabarria Zuaznavar y Ricargo García Guereta estarían a cargo de la reforma. Según informa Turismo del Ayuntamiento de Madrid, en marzo de 1936, en el período del Frente Popular de la Segunda República, el edificio fue incendiado y quedó bastante destruido, a excepción de la fachada principal, la torre y los muros. Según una investigación de Estíbaliz Ruiz de Azúa (Universidad Complutense), en esa quema se perdió el archivo histórico de la Congregación, y además ese mismo día se quemaba la Iglesia de San Luis, a pocas calles de distancia. En la década de 1940 hubo reformas que alteraron las trazas de la fachada original, que fue reconstruida sobre sillares de piedra. La puesta a punto final vendría en 2006, cuando las diputaciones de Bizkaia, Gipuzkoa y Araba aportaron 450.000 euros para repararla. El barrio respira historia por todas partes: a tan solo dos minutos a pie se encuentra la Plaza Antón Martín, donde se erige un monumento a los abogados laboralistas de Atocha muertos por un comando franquista allí mismo. La iglesia no tiene categoría de parroquia (de hecho, no tiene párroco), aunque es un templo consagrado, explican en la Junta Directiva. El edificio pertenece desde hace 310 años a la fundación de la Real Congregación de Naturales y Originarios de las Tres Provincias Vascongadas, también conocida como “Los Oriundos”. San Ignacio de Loyola depende de la Parroquia de San Sebastián, ubicada a pocos minutos y que también guarda mucha historia. En esa parroquia estuvo enterrado durante siglos Fernando Túpac Amaru, hijo del líder inca que resistió a la conquista española. En abril comenzaron los preparativos para que sus restos regresen a Perú, después de 227 años, gracias a la presión de colectivos memorialistas peruanos. Los feligreses comulgan mientras se proyecta en las paredes diapositivas con los cánticos en euskara y castellano. CENIZAS DE MEMORIA «Venimos a visitar a nuestra amiga», responden, tímidas y sorprendidas, tres jóvenes de 23 años. Se trata de tres amigas, una bilbaina que vive en Madrid y dos extremeñas, con una flor en la mano, esperando entrar a la iglesia. Estaban sobre la calle del Príncipe mirando la fachada, sin entender por qué no podían entrar. Se había dado la casualidad que aquel domingo el templo estaba cerrado. Las jóvenes eran amigas de una chica de 22 años cuyos restos descansan en el columbario ubicado a la izquierda, una vez de entrar, en una especie de microcapilla con la imagen de San Miguel de Aralar. Un columbario es una estructura con pequeños nichos interiores destinados a alojar urnas cinerarias que contienen cenizas de personas fallecidas. La joven cuyos restos allí descansan y que iban a visitar sus amigas había muerto en Barcelona hace más de un año en un accidente en el Rodalies. Su abuelo, cuentan los feligreses asiduos, era una de las personas que más participaba en las misas y más involucrada estaba en la comunidad de San Ignacio de Loyola. Entre los nichos está el exsecretario de la Congregación, Pablo Beltrán de Heredia y algunos sacerdotes que trabajaron allí. Hay más de cuarenta nichos destinados a congregantes o gente cercana a la comunidad. «Si alguien del barrio quiere enterrar a un familiar allí, no habría problema. Se paga una cuota de mantenimiento y, al comprarlo, es una concesión de 75 años. Es una forma de estar en ambos lados, en Madrid y en el País Vasco. Este columbario tiene una carga emocional importante», responde Iñaki Mendinueta, secretario de la Junta Directiva de la Congregación, en conversación con 7K. Mendinueta, pensionista y extrabajador bancario, nació en la capital española pero con madre y padre originarios de Legazpi. «Hablo euskara batua, entiendo todo pero lo hablo poco. Mi padre vino aquí por curro pero falleció cuando yo tenía dos años y mi madre se fue buscando la vida, y ya nos quedamos en Madrid», comenta. Explica, además, que este es un «templo consagrado pero de rango menor, por eso aquí no se pueden hacer ni bautizos ni bodas», y que con el tiempo quedó con «la coletilla de ‘Iglesia de los vascos’» como nombre popular. «Es la comunidad vasca más antigua de Madrid. Luego aparecería la Real Sociedad Vascongada», recuerda. El pianista de la misa, que también participa en el coro euskaldun. MISA Y COMUNIDAD Mendinueta señala que la mayoría de los congregantes también son socios de la Euskal Etxea, ubicada en la calle Jovellanos, a metros del famoso Teatro Zarzuela, y que la iglesia dispone de un espacio para llevar a cabo conciertos (acuden varios coros euskaldunes y también de barrios de la periferia madrileña), algunos gratuitos y otros de pago, con los que se ayuda a mantener su existencia. «Es una forma de construir una cultura de barrio, esa es un poco la intención, estamos al servicio del barrio a pesar de que es una zona de mucho turismo», comenta. Visitar la este templo inspira sensación de comunidad. Y es que un grupo de personas mantiene con vida este rincón para su fe y su lengua, a pesar de la falta de tiempo y las dificultades. La Congregación, de hecho, está estructurada desde 1715 para que tenga representantes de las tres provincias de la CAV (aunque ese formalismo a veces no se cumpla) y es la propietaria del edificio. La Junta Directiva tiene una reunión mensual y gestiona todo. En la calle Etxegaray (la paralela a Príncipe) está la sede social, siendo todo parte del mismo edificio. También han creado un club de lectura bilingüe y tienen una orquesta con coro que a veces canta en las misas, con unos 60 integrantes y que dirige el músico Esteban Urzelai. Actualmente hay 200 congregantes de pago (la cuota son 5 euros al mes) y la Junta está integrada por siete personas votadas por ellos. «Solemos ser siempre los mismos, hay pocos cambios», admite Mendinueta. Aclara que no reciben recursos «de ningún lado» y que eso lo hace todo «cada vez más complicado». Cree que por tener carácter religioso, por más que sean una entidad con fines culturales, darles subvenciones «no está bien visto». «Nos gustaría ampliar las actividades pero no queremos competir con la Euskal Etxea», responde ante la duda de por qué no se imparten cursos de euskara allí. Recuerda también que en los tiempos de la dictadura franquista se mantuvo la misa en euskara e incluso se realizaban varias misas semanales. «Se pudo mantener, no se hacía mucho ruido tampoco. Tampoco es algo que se proclamara. Pero nunca se prohibió. Pasaba desapercibido, supongo», asevera. «Aquí me siento más cerca de mi amatxu. No entiendo euskara, mi madre no lo hablaba, pero nos gustaba mucho escucharlo», relata Begoña. Ella nació en Basauri y desde muy joven reside en Madrid, y trata de ir a la iglesia de San Ignacio siempre que puede. Caso similar es el de Ramoni, oriunda de Lasarte-Oria, que llegó a la capital española hace cuatro décadas y asiste todos los domingos a la misa. «Antes venía más gente, pero ahora ya son pocos. Vamos quedando algunos mayores, pero los jóvenes no nos siguen el paso», dice sonriendo. En una de las salas del edificio, contigua a la iglesia, se hacen los ensayos del coro y orquesta. DESDE EL GOLFO DE GUINEA Benin es una república un poco más grande que Portugal, ubicada entre Nigeria y Burkina Faso. Su población es mayoritariamente cristiana, aunque un cuarto de la misma es musulmana. Desde esa esquina de la África Occidental llegó Job a celebrar misa y a ofrecer asistencia espiritual a la Iglesia de los Vascos, a cuatro mil kilómetros de distancia. Job era sacerdote en Benin y hace dos años llegó a Madrid, aunque se hizo cargo del templo en octubre del año pasado. Tiene 37 años y actualmente es estudiante de Teología Moral en la Universidad Eclesiástica San Dámaso. «Acepté el reto porque siento que tengo un desafío aquí, aunque sí, claro que tengo añoranza de mi país», responde a 7K luego de haber oficiado misa. Según cuenta, su obispo en Benin lo envió a Madrid en misión y el vicario del Episcopado lo nombró capellán. Asegura que estará como mínimo tres años. Visiblemente tímido y cauteloso, acepta pocas preguntas antes de irse. Sobre decir frases en euskara (durante la misa dijo pocas, la mayor parte fue en castellano, aunque la música que sonaba era toda en euskara), ha dicho: «Me esfuerzo en integrarme, todavía estoy aprendiendo español. Me gustaría ir al País Vasco y saber cómo es la vida allí». Fieles y miembros de la congregación posan para la foto con Job, el cura beninense. Al preguntar a Mendinueta sobre cómo ha llegado Job hasta la Congregación, dice que «hay menos sacerdotes hoy día y existen muchas dificultades para encontrar uno que pudiera hacer de capellán. Se intentó hablar con los obispos de Euskadi y con el arzobispado, pero no encontraban a nadie». «Entonces, tiramos por el arzobispado de Madrid y propusieron a Job, que no vive en la iglesia, aunque podría hacerlo en la sede social si quisiera. Lógicamente tiene dificultades con el euskara, pero está aprendiendo frases sueltas, es muy autodidacta. Es la primera vez que uno de nuestros curas no es euskaldun, siempre lo han sido. El anterior era vizcaino y había estado en muchas misiones en África», añade. Mientras transcurre la misa, con dos figuras gigantes sobre las paredes de San Ignacio de Loyola y de San Prudencio, aparecen en las paredes diapositivas con la letra de canciones en euskara, mientras el pianista acompaña. «Eskerrik asko, Jauna bihotz bihotzetik, eskerrik asko, Jauna, orain eta beti», cantan los fieles. Tres siglos y una década después, con dictaduras, incendios y pérdidas en medio, esta comunidad en el corazón de Madrid lucha por mantener viva su llama. Son 200 los miembros de la Congregación, que abonan 5 euros por mes y votan cada dos años a 7 de ellos para gestionar la Junta Directiva; es el esquema en vigor para mantener con vida la iglesia vasca centenaria.