31 AGO. 2025 IRITZIA Abrir en caso de incendio David Fernàndez Algunos han descubierto, con falsa sorpresa y perpetuo cinismo, que los que mueren de calor bajo un sol de infarto en pleno verano resulta que son los mismos que infartan de frío en pleno invierno en las capitales europeas del siglo XXI. El jornalero rumano Gheorghe Vranciu falleció en Lleida mientras recogía fruta a 41° el pasado agosto. El senegalés Bakary Diba murió de frío en un parque barcelonés el pasado enero. Pobreza energética cuando abrasa la calle o cuando el alma se hiela, que golpea siempre a los mismos y que remite a una brutal desigualdad pornográfica. Se puede morir en verano extinguiendo incendios o saltando a lo loco de un balcón turístico en Mallorca. Ya lo decía Pepe Múgica: «hay quién arriesga la vida por intentar cambiar algo y quién la arriesga por ir a 300 km/h en automóvil quemando caucho». Y así casi todo. Una pintada libertaria lo poetiza figuradamente en extrema síntesis: «está ardiendo todo menos lo que debería arder». Como en casi todos los rincones del mundo, la paradoja pandémica de la covid también fue doble y desigual. Y nos acabó quemando. La manida ventana de oportunidad que tanto se citó ‘para salir mejor’ se cerró de golpe y todo lo que presuntamente debíamos aprender del arte de lo común no fue más que una esperanza pasajera que sucumbió por los desagües del olvido en cuanto volvió la normalidad. Porque la otra paradoja lacerante de la pandemia, al menos en mi ciudad, remite a un hecho algo más que elocuente. Que de repente, de la noche al día, se suspendieran todos los desahucios, bajara en picado la contaminación del aire, se cerrara el Centro de Internamiento de Extranjeros y ya no hubiera 1.400 personas durmiendo al raso cada noche no fue nunca fruto de unas solventes y sólidas políticas públicas a la altura de los retos enormes que dispensa el siglo XXI. Para nada. Solo fue atribuible a un puñetero virus que suspendió la presunta normalidad. Cuando volvió lo ‘normal’, con antidemocrática puntualidad política, volvieron los ‘sin techo’ a las calles, retornó la polución del aire, continuó el racismo de Estado y se ejecutaron centenares de desahucios. A este incendio descontrolado, que lo calcina casi todo hace demasiado, se suma una paradoja de humo casi definitiva: que los que ahora salen a diario a decirnos que hay que defender urgentemente la democracia -y no nos sobra ningún motivo ni nos falta razón alguna para ello- son exactamente los mismos que llevan años devaluándola, degradándola y cargándosela. Y aún así, algo elemental sí nos han aclarado: que cuando lo necesario -lo justo, lo solidario, lo ecuánime- es imposible, es cuando hay que cambiar las reglas del juego. Ese es el único extintor disponible. Cuanto antes mejor. Se puede morir en verano extinguiendo incendios o saltando a lo loco de un balcón turístico en Mallorca. Ya lo decía Pepe Múgica: «hay quién arriesga la vida por intentar cambiar algo y quién la arriesga por ir a 300 km/h en automóvil quemando caucho». Y así casi todo.