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ARKITEKTURA

Cruce de caminos

El diseño de la arquitecta gallega María Fandiño en la Estrada Vella de Oia, una de las rutas del Camino de Santiago Portugués de la Costa, demuestra la sensibilidad y el respeto hacia el paisaje natural y el patrimonio cultural del entorno. La piedra, el material del lugar, es la gran protagonista.

En las imágenes, la obra de la arquitecta María Fandiño en el entorno del río Vilar. (Héctor Santos-Díez)

En la falda occidental de la sierra da Groba, donde la montaña se repliega y desciende hacia el Atlántico, el río Villar avanza dibujando una cuenca que alterna afloramientos graníticos, bolos rodados y arenas resultantes de la erosión.

En este paisaje mineral, que revela un relato geológico a cielo abierto, convergen dos infraestructuras de naturaleza muy distinta: el Camino de Santiago Portugués por la Costa y la carretera PO-552, cuyos trazados han condicionado durante décadas el comportamiento del agua y la manera en que se habita este territorio.

La carretera, al interrumpir las escorrentías naturales provenientes de la sierra, generó un punto frágil, provocando inundaciones recurrentes, senderos deshechos y la erosión de los límites agrícolas. La reciente intervención de la arquitecta María Fandiño responde a este conflicto sin oponer más artificio al que ya existe. Recurre a un gesto mínimo que trabaja únicamente la piedra, material que ha modelado el lugar antes que cualquier acción humana.

La propuesta reorganiza la relación entre agua, senda y ribera. Sobre el cauce se levanta un pretil granítico construido pieza a pieza, con el rigor de la cantería tradicional. No pretende ser muro ni banco; sin embargo, posibilita ambos usos. Su anchura lo transforma en un espacio de pausa, orientado hacia la sombra del río y protegido por la vegetación ribereña. Entre las piezas se dejan huecos que aseguran el drenaje y, por la noche, filtran una iluminación discreta, casi líquida, que acompaña a los usuarios que lo transitan.

El nuevo pavimento, también pétreo en las zonas expuestas a las crecidas, se compone de adoquines adaptados, uno a uno, siguiendo la lógica ondulante del terreno. Su trazado imita la directriz de la corriente, reconoce los cambios de pendiente y se ajusta al borde fluvial, donde la geometría se abre para subrayar la transversalidad hacia el mar. En los giros y encuentros, grandes piezas actúan como umbrales, evocando las laxes que tradicionalmente marcaban los accesos a las parcelas agrícolas.

La frontera entre lo construido y lo natural se desdibuja en el caz lateral, ejecutado con arena y cantos rodados extraídos durante la obra. La arquitectura deja de ser objeto y se vuelve transición para integrarse en un paisaje donde los muros secos y las acumulaciones de materia pétrea siguen organizando la propiedad, protegiendo los cultivos y amortiguando la salinidad.

La intervención funciona como nivel intermedio entre el puente histórico y la vegetación que acompaña al cauce. Su vocación es puramente relacional y mediadora, repara un punto crítico, mejora la seguridad y ofrece un lugar de descanso a los peregrinos.

Sin embargo, también restituye la lectura del territorio, ya que, al caminar sobre este tramo, el visitante reconoce la topografía, el sonido del agua filtrándose y el pulso de una geología que continúa su trabajo silencioso.

Es, en definitiva, un proyecto que devuelve la continuidad a un escenario herido por las infraestructuras del siglo XX. Su bondad, en cambio, es hacerlo con la misma materia que lo sostiene desde siempre, la piedra, convertida aquí en lenguaje, memoria y guía para quienes avanzan hacia el horizonte atlántico.