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CAPITAL CULTURAL EUROPEA

Mons. El año de la revolución

A solo 60 kilómetros de Bruselas, en la región de Valonia, la ciudad de Mons está afrontando durante 2015 el reto de la capitalidad cultural europea con la esperanza de que este año decisivo sirva para acelerar la maltrecha economía de la provincia, tradicionalmente una de las más deprimidas de Bélgica.


Si la historia de una ciudad tuviera que contarse tan solo a través de las vidas de sus vecinos y visitantes, la ‘‘biografía’’ de Mons sería sin duda un apasionante relato hilvanado en torno a la cultura. No en vano, han sido muchas las grandes figuras de las artes y las letras que, a lo largo de los siglos, han dejado su impronta en la capital de la provincia de Henao. Aquí nació, por ejemplo, Orlando di Lasso, un célebre compositor de polifonías que, durante unos años y junto a sus paisanos Johannes Ockeghem y Josquin des Prés, consiguió convertir a la región en el núcleo más destacado de la música renacentista.

Siglos más tarde, fue el escritor francés Víctor Hugo quien, embarcado en un viaje por Bélgica en compañía de su amante, quedó cautivado por la localidad valona. El célebre autor de “Los Miserables” describió Mons en las cartas a su esposa como «una ciudad muy curiosa», y durante meses disfrutó paseando por las calles de Mons a la luz de la luna, embelesado por la belleza de la Grand-Place y la silueta del beffroi, el majestuoso campanario que inmortalizó en uno de sus poco conocidos dibujos.

En ese mismo siglo, Mons atrajo también a otros ilustres visitantes: unos llegaron de forma voluntaria y otros, guiados por los caprichos del destino. Ese fue el caso del poeta simbolista Paul Verlaine, quien pasó dos años en la prisión de la localidad –todavía hoy en pie–, después de haber herido con una pistola a su joven colega y amante Arthur Rimbaud. La agresión que le llevó a la cárcel puso fin a aquella atormentada relación sentimental, pero el tiempo de encierro y reflexión en Mons permitieron a Verlaine alumbrar en su celda algunas de sus obras más brillantes.

Y es que Mons parece tener esa capacidad de transformación en las mentes más creativas e inquietas. Solo tres años después de que Verlaine terminara su condena, en 1878, el holandés Vincent Van Gogh llegaba a la región. El genial pelirrojo no llegó a residir en la ciudad, sino en la cercana comarca del Borinage, cuyos límites comienzan a las afueras de Mons, pero los ecos de su estancia resuenan todavía hoy en la villa y en sus alrededores. Van Gogh llegó a estas tierras para trabajar como misionero protestante y evangelizar a los esforzados y sufridos mineros de la zona, pero fue él quien experimentó la “iluminación” al colgar los hábitos para tomar los pinceles, pues fue aquí donde descubrió su vocación artística.

Arte y cultura: las llaves del futuro. Las minas que tan bien conoció Van Gogh fueron durante más de un siglo –y pese a las duras condiciones de vida de sus trabajadores– la principal fuente de sustento de toda la región. Así que cuando las últimas explotaciones de carbón echaron el cierre en la década de los 60 del siglo pasado, la región dijo adiós a la industrialización y se convirtió en una de las zonas más deprimidas de Bélgica, con tasas de paro actuales que en algunos puntos casi roza el 30 por ciento. Pero a pesar de un panorama tan descorazonador, sus habitantes –una población tradicionalmente combativa en cuestiones sociales, como demuestran las numerosas huelgas generales que arrancaron aquí a finales del siglo XIX y mediados del XX– no se han rendido nunca.

El futuro, confían, podría estar en el turismo y la cultura como herramientas para transformar la ciudad y su entorno, apoyándose en buena medida en ese “ADN” cultural del que forman parte nombres como los de Di Lasso, Verlaine o Van Gogh. Un proceso de cambio que Mons lleva más de una década realizando y que dio al fin sus frutos con su designación como Capital Europea de la Cultura del año 2015, título que comparte con la ciudad checa de Pilsen.

El pistoletazo de salida sonó el pasado 24 de enero, fecha en la que decenas de miles de personas se congregaron en la elegante Grand-Place, con el espectacular Ayuntamiento de estilo gótico como testigo, para celebrar 365 días en los que la ciudad se juega su futuro. Desde aquel día, y hasta el mes de enero del año próximo, la ciudad acoge más de trescientos actos culturales, exposiciones, conciertos, performances e instalaciones artísticas urbanas –van a participar nada menos que 4.000 artistas–, que se suman al plato fuerte que constituyen los cinco nuevos museos inaugurados para la ocasión, entre ellos tres recintos que han recibido el “sello” de Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO. El primero es el Museo de las Minas de Spiennes, uno de los yacimientos de sílex más grande y antiguo de Europa, abierto por primera vez al público con motivo de la capitalidad cultural. El segundo es el beffroi, el campanario barroco –único en Bélgica– cuya silueta sedujo a Víctor Hugo, y por último, el museo dedicado a la fiesta del Doudou, la celebración más importante de Mons, declarada patrimonio inmaterial. A estos museos con pedigrí se suman otros dos no menos interesantes: el Mons Memorial Museum –un espacio que explora la historia militar de la ciudad a lo largo de los siglos– y la Artothèque, una inusual colección que aspira a conservar, física y digitalmente, todo el patrimonio artístico de la ciudad.

Nueva vida para viejos espacios. Las previsiones más optimistas de los montoises –así se conoce a los habitantes de la ciudad– y de sus representantes políticos al confiar en el efecto benéfico de la capitalidad cultural no carecen de fundamento. Este año, precisamente, el programa de las capitales europeas de la cultura celebra su treinta aniversario y en su historial hay casos de sobra para dejarse llevar por el optimismo.

La ciudad francesa de Lille –a apenas 75 kilómetros de Mons–, por ejemplo, ostentó el título de capital cultural en el año 2004 y hoy se calcula que cada euro invertido en la celebración generó ocho en la economía local. Unos resultados inmediatos a los que hay que sumar la importante transformación en el entramado urbano y los efectos a largo plazo que el evento tuvo en la ciudad, que hoy continúa explotando un papel de faro cultural gracias a un festival sin periodicidad fija –Lille 3000– que en su última edición consiguió atraer a dos millones de visitantes.

Pero el éxito de otros no garantiza el propio, así que en Mons se han esforzado por asegurar el triunfo con estrategias de lo más variadas. Por ejemplo, involucrando en el esfuerzo a otras dieciocho localidades cercanas, tanto belgas como del norte del Estado francés. De este modo, no solo Mons es la protagonista, sino que la acción está repartida como medio para favorecer el desarrollo y la prosperidad de todo el mapa regional.

Otro aspecto fundamental de la propuesta de Mons pasa por la rehabilitación de viejos espacios que, como crisálidas que se convierten en mariposas, terminan por experimentar una segunda vida más que digna. Es el caso de varios de los escenarios protagonistas del año cultural, como los Antiguos Mataderos –reconvertidos desde el año 2006 en centro de arte contemporáneo– o el ya citado Mons Memorial Museum, construido aprovechando una vieja estación de bombeo de agua. Otro tanto sucede en algunos de los espacios de la provincia que también participan en los actos de la capitalidad cultural, como el Grand-Hornu. Esta monumental construcción del siglo XIX –también declarada Patrimonio de la Humanidad– fue en origen un enorme complejo minero y hoy alberga un centro de innovación y diseño, y un destacado museo de arte contemporáneo, el MAC, que da visibilidad a artistas y exposiciones de primer nivel.

Todos los caminos conducen a Van Gogh. Si Di Lasso, Verlaine o Víctor Hugo dejaron su impronta en Mons y su región –todos ellos son recordados en distintos eventos este año–, la influencia de Vincent Van Gogh ha sido incluso mayor. Y precisamente en la figura del malogrado pintor holandés –a quien se ha dedicado una de las exposiciones más destacadas del año cultural en el Museo de Bellas Artes (BAM)– algunos creen haber encontrado otra posibilidad de desarrollo.

Así lo creen, por ejemplo, Nadine Gravis y Riccardo Barberio, cabezas visibles de un proyecto que pretende devolver la vida a la vieja mina de Marcasse, en la localidad de Wasmes. El recinto, en ruinas desde la explosión de gas de 1953 en la que perdieron la vida diecisiete trabajadores –la mayoría inmigrantes–, podría convertirse en poco tiempo en un lugar totalmente distinto. El complejo minero fue uno de los lugares a los que acudió Van Gogh para predicar y donde tomó algunos de sus primeros bocetos, y tanto Gravis como Barberio sueñan con darle a Marcasse una segunda vida –mucho más brillante y colorida– como enclave de interés cultural y como sede de una casa-taller para jóvenes artistas, a la que se sumaría un establecimiento turístico.

Claudio Pavano –al igual que Barberio hijo de inmigrantes italianos que llegaron al Borinage atraídos por la esperanza de un trabajo en las minas– es otro de los habitantes de la región que sueñan con un futuro mejor para la tierra en la que nacieron. Aunque Claudio, de trato afable y risueño, ha trabajado casi toda su vida en Bruselas, no duda en dedicar buena parte de su tiempo libre a la promoción turística de las localidades del Borinage aprovechando el reclamo de la presencia de Van Gogh en aquellas tierras. Junto con Filip Depuydt, un flamenco que trabaja desde hace años como guía en el Grand-Hornu, y otros vecinos, muchos de ellos también de origen italiano, realiza todas las semanas visitas guiadas a grupos siguiendo los pasos del pintor holandés por la región. La ruta recorre enclaves señalados, como las distintas casas en las que vivió el artista –una de ellas, la de Wasmes, abrió al público el pasado 12 de junio, tras varios meses de restauración–, los lugares en los que predicó y en los que realizó sus primeras obras de arte, como la mina de Marcasse.

Un entusiasmo contagioso. El fin de semana de la inauguración del año cultural, el acto de apertura –con una vistosa ceremonia de luz, y fuegos artificiales– consiguió convocar a cerca de 100.000 personas. Una cifra nada desdeñable para el primer día del evento, si tenemos en cuenta que las previsiones auguran un total de dos millones de visitantes en todo el año.

Hasta el momento, parece que los montoises tienen motivos de sobra para estar contentos. En lo que va de año, Mons ha logrado atraer la atención de buena parte de los turistas europeos ávidos de propuestas culturales, robando no pocos visitantes a otras ciudades belgas con una mayor tradición turística, como Brujas o Gante, e incluso a grandes capitales como París, Londres o Berlín. En buena medida, este logro parece tener su origen en el entusiasmo con el que los habitantes de la ciudad han acogido el evento, como demuestran los miles de voluntarios que se sumaron desde el primer momento para ayudar a hacer de la iniciativa un éxito sin precedentes. Y es que al igual que hacen cada mes de mayo con motivo de la fiesta del Doudou –cuando cientos de vecinos arriman el hombro, literalmente, para empujar un pesado carro de varias toneladas por una empinada cuesta del casco antiguo–, los montoises parecen decididos a no dejar escapar la oportunidad que supone el título de capital cultural. Y no es para menos, pues el futuro les va en ello.

Por ahora, los cimientos parecen sólidos. El año cultural no solo ha servido para que millones de europeos ubiquen a Mons en el mapa, sino que también ha supuesto una enorme transformación a nivel urbanístico. Además de la rehabilitación de viejos espacios, la nueva ciudad cuenta ya con dos iconos de lo que será la Mons del futuro: por un lado, el nuevo Palacio de Congresos, con un impactante diseño firmado por el célebre arquitecto neoyorquino Daniel Libeskind; por otro, la estación intermodal creada por Calatrava, aún en construcción. Con estos ambiciosos recintos, y con el resto de proyectos de regeneración arquitectónica y urbanística, Mons parece haber escogido el camino correcto a la hora de reinventarse a sí misma.

El puntal definitivo, que pretende unir arte, cultura y tecnología con la capitalidad como telón de fondo, también está en marcha y parece ya imparable. Desde hace unos diez años, Mons está involucrada en una estrategia de desarrollo que busca convertir a la provincia de Henao en una especie de Silicon Valley belga. El proyecto, bautizado como Digital Innovation Valley, ha conseguido atraer a gigantes del sector como Google, Microsoft o IBM, y ya ha creado más de tres mil puestos de trabajo.

Mons parece tener motivos de sobra para sonreír, pero habrá que esperar todavía unos años para comprobar si, en efecto, el título de Capital Europea de la Cultura –cuyo relevo tomará Donostia en apenas unos meses– es el empujón de desarrollo definitivo con el que lleva soñando la ciudad desde hace décadas.