13 DIC. 2015 REFUGIADOS IMAGINA QUE ERES TÚ Ordinary people doing extraordinary things Josu Juaristi {{^data.noClicksRemaining}} Para leer este artículo regístrate gratis o suscríbete ¿Ya estás registrado o suscrito? Iniciar sesión REGÍSTRARME PARA LEER {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Se te han agotado los clicks Suscríbete {{/data.noClicksRemaining}} Imagina que eres tú. Imagina que es tu hijo de año y medio el que llora de hambre y frío en el campamento de refugiados de Idomeni, al norte de Grecia, junto a la frontera macedonia. Apenas habéis podido descansar seis horas en el duro suelo de una enorme carpa y ya llaman a tu grupo para seguir camino. Imagínate que avanzas con tu anciana madre junto a la vía del ferrocarril; que un policía que no habla tu lengua ni sabe inglés te ordena que te pares a diez metros del paso fronterizo alambrado, custodiado por otros soldados cuya lengua tampoco reconoces; que tu hija pequeña, de 5 años y también agotada, se duerme apoyada en tu regazo porque ya es medianoche en el gélido otoño balcánico, justo cuando el primer policía ordena a tu grupo de cincuenta personas que se levanten y se coloquen en dos filas y avancen hacia la frontera, crucen las vías y sigan una vereda en la oscuridad más absoluta durante un kilómetro y medio interminable para caer en manos de otro policía, otro campamento, otra esperanza u otro espanto. Imagina que hace veinte días huisteis de un Damasco semivacío y fantasmal, de un país atravesado por mil guerras. En Turquía no tenías dinero para pagar ni un chamizo para tu familia, porque lo guardabas para costear la patera a Grecia y el resto del viaje. Habéis pasado hambre, sed y frío durante tres días en un ralo bosquecillo de pinos que ni abrigo ni seguridad ofrecía, mientras esperabas junto a otras personas, sirias, afganas y unas pocas de piel más oscura que la tuya pero idéntica mirada triste, el aviso para correr sin demora al bote frágil y atestado que te llevará a Samos, un pedazo, el primero, de Unión Europea. Por fin, has pensado, pero no sonríes. Musitas un rápido Allah akbar porque tu viejo bote de madera no se ha hundido, mientras miras cómo tu hija mayor, de 8 años, se come con los ojos un mundo por estrenar. Un mundo que a ti no te parece tan diferente en realidad. Samos, como Lesbos y otras, es una de las pequeñas islas que no pueden más, que cuentan historias increíbles de solidaridad y muerte entre las afiladas rocas que han destrozado la zodiac que os precedía, aunque afortunadamente sus 25 pasajeros han sido rescatados, incluidos esos cuatro jovencitos de Alepo (20 años y medio, afirma, el mayor; 14, el menor) que sonreían y cantaban en voz baja, pese a todo, en aquel bosquecillo de pinos cercano a Söke. Imagínate una playa donde se amontonan chalecos salvavidas que nadie retira, porque no hay tiempo y ya llega el próximo bote. Cinco días atrapados en Samos, con poco qué comer y mucho qué pensar. Llega el ferry. Intentas que ningún cordero se te pierda (sí, tú te sientes ya oveja, encajonados todos en filas, entre vallas, apremios y algún grito que no entiendes pero comprendes muy bien). Llegas al continente. Tesalónica, lees a la entrada del puerto, enorme. Llamas por el móvil y avisas a tu primo que espera, o eso esperas, en Frankfurt: «Subimos». O eso esperas. Autobuses en fila, esperando, esperándoos. Del barco al bus. Al norte. El autobús, que no está mal y tiene calefacción, se detiene tres horas después en Idomeni, tras cruzar las vías del tren, a las seis de la tarde, ya noche cerrada, en lo que parece un pequeño poblado con media docena de grandes tiendas de campaña blancas. Bajas, tú primero, luego la familia. Aún te sorprendes al no ver surgir el rostro siempre sonriente de tu esposo Hasim tras la pequeña Atiya. Hasim se quedó en Damasco... (dos meses antes salió de casa porque era su deber cuidar de su anciana madre en el pueblo de la familia, cerca de la línea del frente, de una línea del frente. Pegada al teléfono, hace un mes que no sabes nada de él, y entiendes lo que significa. Imagínate, inténtalo al menos, tomando tú sola la decisión de partir con tus tres hijos y tu madre a un mundo totalmente nuevo y diferente). Una mujer con un chaleco donde lees Interpreter recibe al grupo, con los brazos abiertos para que no pase nadie, y os indica que entrando a la derecha se reparte una bolsa de comida por cabeza; que los médicos están a la izquierda, por si acaso; que las tres grandes tiendas del fondo a la derecha son para descansar unas horas; que de la gran tienda blanca al fondo a la izquierda, antes de los urinarios portátiles y su hedor, se pasa directamente a la salida, junto a las vías del tren y el paso fronterizo hacia el campamento de refugiados de Gevgelija, al otro lado, en la Antigua República Yugoslava de Macedonia. Pero imagina que tienes frío, que llueve y tu familia necesita calzado y ropa adecuada, que las mantas que traes de casa ya están empapadas y hay tantas personas como tú que no queda sitio en las tiendas. Piensa en la rabia, la impotencia, la tos de tu madre, el pánico que brota a derecha e izquierda, los gritos. De pronto, llega un hombre grande, barbudo, con gafas de sol en la cabeza aunque es de noche, con un chaleco blanco y un dibujo rojo y letras negras: Medecins Sans Fronteres. MSF. Respiras. Se llama Adonis, te cuenta, es médico y propone llevar a tu madre a la enfermería. Habláis en inglés y traduces a tu madre, que asiente agradecida. La tienda tiene calefacción, el chequeo es rápido: nada serio, tu madre necesita abrigo y medicina para la tos. «Que no se enfríe», susurra el doctor como una disculpa. Adonis, más enérgico que bello, consigue ambas cosas con rapidez. Y ves cómo vuelve a perderse entre el gentío que espera bajo la lluvia. Regresáis a vuestro pequeño grupo del autobús, que recibe orden de avanzar. Imagínate que es medianoche en el frío otoño balcánico, que un policía ordena a tu grupo que se coloque en dos filas y avance hacia la frontera. Llevas al pequeño Ali a la espalda y a Atiya de la mano; tu madre camina con Rasha, tu hija mayor, de 8. Atravesáis las vías del tren y seguís el sonido de otros pasos en la vereda, hasta Gevgelija, en tierra macedonia. Rodeada de una valla metálica. Soldados a la entrada. Tiendas a ambos lados de una especie de calle pedregosa. Al fondo, una fila de personas avanza hacia otra valla y un tren. Una familia se sienta en el suelo. Los niños lloran. Ves cómo se acercan dos voluntarios de una ONG y hablan con los padres. Observas cómo cambian de manos unos billetes que ya reconoces, euros, y cómo la familia sale disparada hacia el tren que ahora sí puede pagar. 30 euros por cabeza hasta la frontera con Serbia, gratis para los menores de 10 años. Los autóctonos pagan 6 euros por el mismo trayecto, en otros trenes. Os van colocando en los viejos vagones según se van llenando. Ves otras personas asomadas a las ventanillas. Un hombre grita a la policía que en su vagón ya no entra nadie más. Una joven pareja de Alepo, recién casada, te cuenta que quiere ir a Alemania. Tabanovtse, otra estación en mitad de la nada, policías y ONGs, retretes, bolsas amarillas de comida y un puesto con distintas prendas de ropa para quien las necesite, y un pequeño cartel que pone Serbia en letras azules y una flecha también azul indicando la dirección de la próxima escala. Porque todos estos pasos fronterizos que parecen campamentos de refugiados son, en realidad, puntos de tránsito, una especie de kiss and go, pero con policías y sin besos. Con helicópteros y sin Dios. Los refugiados quieren subir y llegar cuanto antes a Alemania o Suecia; los policías parecen tener más ganas incluso que ellos de perderlos de vista. Una ruta marcada por el paso de cientos de miles de personas. Imagínate otro camino de tierra y barro. Como en tantos otros caminos que ya has recorrido, centenares de bolsas de plástico, botellas vacías de agua, zapatos rotos y mil desperdicios más marcan la ruta. Caminas mirando al suelo y tus ojos cansados enfocan un carnet, una especie de documento de identidad que muestra a un chico joven y bien parecido. Lo recoges y conoces a Abdoul Rhman Alsebaey, sirio, integrante del equipo masculino de fútbol que disputa la fase de clasificación para el campeonato internacional sub-16 organizado por la Confederación Asiática de Fútbol (AFC) y cuya fase final tendrá lugar en 2016 en India; Abdoul, compruebas en el carnet, juega con el número 15. Dos kilómetros después llegas a un grupito de tres tiendas de campaña, el checkpoint de Miratovac, en mitad de la nada de un campo serbio con tantos policías y soldados y hasta una tanqueta con cañón de agua (o eso esperas, que sea de agua), que te preguntas por qué, y te descubres sorprendida respondiéndote que es por ti, que es por tu pequeño Ali, que aún no habla, que es por Atiya, y por Rasha, cuya arma más peligrosa es su sonrisa, y por Sama, tu madre que sigue rechazando toda ayuda aunque le cueste un mundo caminar. «¿Qué lugar es este?», preguntas. «A No Man’s Land», te responden. En Serbia. Y ya es la segunda vez, tras Idomeni, que oyes estas palabras, Tierra de Nadie. Así es como te sientes, en tierra de nadie. Mientras tanto, una chica morena con coleta y chaleco blanco y una tarjeta al pecho, donde pone Anica y Danish Refugee Council, sonríe y hace cuentos a Rasha, quien devuelve la sonrisa que sabes que reserva para los viernes cuando recibe la visita de su mejor amiga, Aisha. Anica os muestra la dirección hacia Presevo, en un campo abierto que hace dos semanas fue un infierno de lluvia y barro. «Tenéis que caminar dos kilómetros. No tiene pérdida. Cuando lleguéis a las primeras casas hay voluntarios que os ayudarán. Si podéis andar rechazad los taxis, son muy caros». Ves los taxis a medio camino, dos de ellos conducidos por niños que es imposible que tengan más de 14 años. Un negocio, otro más, a costa de las personas refugiadas. Seguís la vereda de tierra pisada. Te vuelves siguiendo la mirada de Rasha y descubres dos lágrimas en el rostro de Anica. La tanqueta queda atrás. Presevo, un pueblo de casas bajas y pobres donde imaginabas un campo de refugiados. Al final de una larga calle sin aceras ni alcantarillas ves otros grupos de refugiados que avanzan hacia unas carpas blancas. Tu viaje en Europa, piensas, consiste en atravesar carpas blancas o grises marcadas con vallas blancas o amarillas. A la salida de la primera tienda de lona, tres chicos te ofrecen pan y una sonrisa. Sigues la calle marcada por las vallas. Hay policías al fondo. Atiya está excitada. Mira a esas personas que la observan desde sus cámaras de fotos o móviles. Al final de la calle, los policías os ordenan parar, y esperar. Uno de esos hombres con sonrisa pero sin móvil, saluda a tu hija pequeña: «Hello!». Sonríes a tu vez y animas a tu hija a responder con educación. Pero Atiya ya está lanzada y se suelta de tu mano para coger la de ese hombre que saluda y se presenta con un nombre que no entiendes pero que tu hija capta al instante: «Hello Yosi!», responde, justo cuando ese policía enorme os ordena seguir, y Atiya y Yosi se despiden agitando sus manos y sus sonrisas. El campo de Presevo es una sucesión de carpas abiertas al viento donde esperas, entras y pasas camino del autobús tras registrarte. Charlas cinco minutos con unos compatriotas indignados porque el lugar es sucio y esperan sin saber qué ni hasta cuándo. «Somos gente limpia y educada, ¿por qué nos tratan así?». Tus hijas juegan con unas frutas verdes, blandas y enormes que caen de los árboles. Un policía serbio echa atrás a un afgano a empujones porque, según afirma él, el policía, el joven se estaba colando en un grupo que no era el suyo. Recuerdas lo que te contó una vecina de Damasco, Yasmina, de aquella familia que había perdido a su hijo de 7 años cuando fueron obligados a subir a empujones en un autobús que salía precipitadamente de Gevgelija. Tu última mirada antes de subir al autobús es para Suhana, pañuelo rojo sobre la cabeza, extenuada, sola, callada y triste, que sigue sentada sobre tres mantas (roja, blanca y morada) tendidas en el suelo de piedras de una carpa gris que apesta a orín. Suhana abraza a su bebé envuelta en mantas. Y de nuevo te tragas las ganas de llorar. El autobús os deja en Sid, en la frontera croata. Sid es una estación de tren. Solo ves soldados y policías, serbios y croatas. Hay mucha tensión. El autocar se detiene frente a la estación y cuatro policías te urgen a apresurarte. Son solo veinte metros los que separan el bus del tren, pero casi os obligan a correr. Un policía al que llaman comandante acompaña sus gritos con palmadas apresuradas. «¿Por qué nos tratan así?». Próxima estación, Slavonski Brod. Croacia, cerquita de Bosnia, penúltima escala antes de la frontera eslovena. Os cuentan que estrenáis campamento, como si esto fuera un regalo para vosotros. «¿No os quejaréis, eh?». Todo nuevo, carpas y vallas de metal (para controlar al ganado, piensas una vez más) y un tren, otro más, en mitad del campamento. «¿Quejarnos? Ya no nos quedan fuerzas». Simplemente os dejáis llevar; intentas que nadie se pierda y escuchas respiraciones y toses, para comprobar que estáis todos, para creer que estáis bien. Tenéis unas cinco horas antes de seguir camino hacia Eslovenia, luego Austria y esperas, pronto, Frankfurt, en Alemania. Última estación, esperanza. Ves muchos policías y soldados, y personas con chalecos de diferentes ONGs, pero más policías que voluntarios. Escuchas golpes y gritos al otro lado del tren, mientras os guían hacia la zona de carpas y contenedores especiales para las familias. «¡No somos animales, somos seres humanos!» grita un hombre en inglés al pequeño grupo que sabes que viene del Parlamento Europeo, las mismas personas que viste en Presevo y que Atiya recuerda. Los policías parecen nerviosos. Eres consciente de que todo el mundo os mira aún peor desde los terribles ataques de París, y te sorprendes y enfadas porque no quieren o no parecen darse cuenta de que, en realidad, huís de lo mismo. Algunas personas de tu grupo han llamado a sus familiares en Lyon: «Venid con cuidado, tememos que haya ataques racistas tras los atentados». «Cuidado». «Cuidaros». «Mucha suerte»... Has escuchado estas y otras exclamaciones parecidas durante el viaje, de personas buenas que se preocupan y ofrecen ayuda. A la Policía seguís mirándola con desconfianza y a veces con temor. Has oído historias espeluznantes de palizas y robos a manos de policías borrachos o sobrios tanto en Bulgaria como en el cuartel fronterizo de Dimitrovgrad, en Serbia (el grupo de diputados te cuenta que ha recogido testimonios que confirman tanto el horror búlgaro como las palizas en Dimitrovgrad, que lo denunciarán ante la Unión Europea, aunque no sabes si servirá de algo). Llegáis por fin a Frankfurt. Tu primo que esperabas que os esperara realmente esperaba. La sonrisa de los viernes de Rasha solo necesita dos minutos para brotar con su prima Haifa, que hace de anfitriona a sus 10 añitos. Rasha se adapta rápido. Respiras más tranquila. Intentas borrar lo pasado, pero piensas en Hasim... Por la noche, tras una cena con la que no te permitías soñar durante los últimos veinticinco días, te sientas frente al ordenador de tu primo, junto a la calefacción, y escribes a Xarka, esa chica bosnia con cara afilada y sonrisa triste que acompañaba a la delegación europea: «Hemos llegado». Posdata: cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia, sino la mera realidad. Todos los nombres que aparecen en este reportaje son reales. Hasta la última lágrima y la más bonita de las sonrisas narradas son verídicas. El dolor sigue, las imágenes perduran, la rabia no cede. A lo largo del viaje realizado del 12 al 16 de noviembre por un pequeño grupo de diputados y diputadas europeas y asesoras políticas de GUE/NGL hemos conocido personas ordinarias y maravillosas (refugiados y refugiadas, pero también personal de ONGs y voluntarios y voluntarias) realizando hazañas extraordinarias. Se merecen nuestra mejor bienvenida y tienen todo el derecho a buscar un futuro en Europa. Exigimos la apertura de vías legales y seguras para las personas migrantes y refugiadas. Esta «especie de» vía segura que vimos durante los cinco días de periplo desde Idomeni hasta Slavonski Brod ya no es ni segura ni legal; algunos de estos estados comienzan a discriminar por nacionalidad, mientras la UE paga 3.000 millones de euros a un socio tan poco fiable y democrático como Turquía para que cierre la puerta. El invierno, muy duro aquí, ya ha llegado y las condiciones de recepción y acogida no son, ni mucho menos, las adecuadas. Hemos constatado violaciones de derechos humanos por parte de distintas fuerzas policiales que realizan operaciones de control fronterizo con financiación europea, nula implementación de políticas de asilo y poca o inexistente Rule of Law, anulada por la arbitrariedad o la injusticia del poder político o policial hacia las personas migrantes y refugiadas. Tras visitar Lampedusa y Sicilia, Jordania y también «la Jungla» de Calais, la «ruta de los Balcanes occidentales» nos ha permitido obtener una fotografía más completa de este drama; la imagen real es un éxodo infernal en el que familias enteras se juegan la vida por pura desesperación y necesidad para llegar con lo puesto (es decir, sin nada) a Europa. Ante este drama, la mayoría de gobiernos de la Unión Europea hablan (y no paran de mentir) de solidaridad y realizan sin sonrojo promesas irrisorias que incumplen con menos vergüenza aún, mientras utilizan los atentados de París como coartada para cerrar la puerta un poquito más. *Josu Juaristi es periodista y europarlamentario por EH Bildu en el Parlamento Europeo.