12 OCT. 2025 PSICOLOGÍA No cuesta nada (Getty) Igor Fernández {{^data.noClicksRemaining}} Para leer este artículo regístrate gratis o suscríbete ¿Ya estás registrado o suscrito? Iniciar sesión REGÍSTRARME PARA LEER {{/data.noClicksRemaining}} {{#data.noClicksRemaining}} Se te han agotado los clicks Suscríbete {{/data.noClicksRemaining}} Si hay algo en lo que invertir, en lo que a las relaciones se refiere, es en buenas palabras. Es una inversión escasa si se hace regularmente, un esfuerzo con un coste más que razonable, dados los resultados. Tener buenas palabras para los demás es un acto que, cuando surge de un lugar genuino, no solo tiene beneficios para esos otros, que notan la gratificación, sino que también los tiene para quien las emite. La razón fundamental es que es una invitación a la cohesión. Probablemente, las buenas palabras -junto con las buenas intenciones- funcionan como un aglutinante al transmitir una idea: «algo me gusta de ti, me haces sentir bien, y quiero que lo sepas». Obviamente, estas son las antípodas del peligro, la agresión o la utilización del otro; y el cuerpo se relaja, se suelta y es más probable que surja la colaboración o el juego. Para que las buenas palabras tengan este efecto, es imprescindible que la intención sea justamente esa: generar algo ‘bueno’ en el otro, y hacerlo de manera gratuita, es decir, no como una transacción, sino como un regalo. El hecho de que no se espere contrapartida, que no tenga precio, convierte las buenas palabras en un reconocimiento del valor de la persona, ya que no se espera nada más que la respuesta coherente, espontánea y humana. Relacionarnos desde ahí tiene otro gran beneficio, que es proteger la independencia de nuestro deseo de estar juntos, en lugar de que lo humano esté mediatizado por alguna suerte de objetivo ulterior que termine por generar una jerarquía o un antagonismo entre iguales. Dar buenas palabras gratuitamente, especialmente entre desconocidos, protege el líquido amniótico que las sociedades y los grupos siguen necesitando para crecer, un ‘líquido’ que sea seguro y nutritivo, que amortigüe. Y, en este sentido, vale casi cualquier cosa. Un cumplido, un halago elaborado, una muestra de admiración, un ‘gracias’, un piropo, una pregunta con curiosidad, o incluso una crítica respetuosa pueden ser esas buenas palabras. En ese sentido, merece la pena empezar por lo que no cueste, y fijarnos en la reacción del otro. Quizá al otro le guste o no recibir este tipo de reconocimiento, por la razón que sea; en el segundo caso, podemos no expresarlo abiertamente pero aún así saber lo que tendríamos para decir, y sentir cómo esas buenas palabras le llegan a la imagen que tenemos de una persona concreta. Incluso pensarlo sin decirlo cambia algo en esa relación. No cuesta nada salir, con una palabra bonita, del bucle en el que el resultado de las relaciones tiene que ser transaccionalmente conveniente, para alimentar lo que sería, sin duda, mutuamente edificante. Son dos segundos y una sonrisa en los ojos.