Sabin AZUA
Economista, consultor de B+I Strategy
DEBATE SOBRE ESTRATEGIA SOCIOECONÓMICA

Competitividad, identidad y desarrollo en un nuevo mundo

Este artículo de Sabin Azua está incluido en “Estrategia #000007”, el nuevo libro de la serie anual que publica B+I Strategy, firma de consultoría, con el objetivo de «compartir las reflexiones y conversaciones» que han dinamizado a lo largo de los últimos meses en torno a «la empresa, los gobiernos y la sociedad en general».

La globalización de la actividad económica en las últimas décadas presenta limitaciones en cuanto al nivel de bienestar y desarrollo en el mundo. Mientras, diversas fuentes del mundo económico confirman que los países y regiones con menores niveles de desigualdad social obtienen altos niveles de crecimiento sostenido y duradero. ¿Qué apuestas debe hacer Euskadi para contribuir a la construcción de un mundo más justo y cohesionado desde nuestra realidad? ¿Cómo posicionarnos y conectarnos en el nuevo mapa global de competividad, desde la afirmación de la identidad local?

Asistimos a un debate permanente entre los partidarios de profundizar en el proceso de globalización de la economía conservando las estructuras nacionales e internacionales establecidas y quienes apuestan por profundizar en las identidades propias en el marco de un nuevo modelo de intercooperación internacional. Las evidencias de este debate están por doquier: fenómenos como el proceso catalán en favor del derecho a decidir, el referéndum escocés, el Brexit del Reino Unido, los gobiernos populistas como el de Trump con su “America First” y, no puedo dejar de mencionarlo, la aspiración de gran parte de la población vasca en avanzar hacia mayores cotas de autogobierno. Todas ellas, reivindicaciones de mayor capacidad de decisión y de adaptación de las prácticas internacionales a las peculiaridades de cada región y a las exigencias competitivas del nuevo mundo en que vivimos.

El ordenamiento internacional que se ha instalado en las últimas décadas al amparo de la globalización de la actividad económica presenta numerosas limitaciones que afectan al nivel de bienestar y desarrollo en el mundo. La labor de Naciones Unidas, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional no ha conseguido lograr un mundo justo y equilibrado, aunque debemos considerar que se han logrado avances parciales. Muchas de sus recetas han demostrado una falta de resultados alarmante.

Si analizamos el mundo que estamos creando, nos deberíamos dar cuenta de la perversidad del modelo actual. Según datos de informes del Banco Mundial: 800 millones de personas se han levantado con hambre hoy mismo; 1,8 billones de personas beben agua contaminada diariamente; el 1% de la humanidad dispone del 90% de la riqueza generada mundialmente; 1,2 billones de personas no tienen electricidad en sus viviendas, aunque 150 millones de ellas viven en zonas urbanas; la corrupción, el robo y la evasión de impuestos en países en desarrollo se hacen con 1,26 trillones de dólares de programas de financiación, etc. Es imposible permanecer indiferentes ante esta situación.

Además, en la mayoría de los estados miembros de la Unión Europea existen grandes diferencias de desarrollo económico y de desigualdades sociales, con lo que se demuestra que las políticas a nivel global deben ser acompañadas de actuaciones específicas adaptadas a las condiciones de cada uno de los territorios.

Ante esta realidad, por un lado y como expone Thomas Pikkety, la labor de los gobiernos tiene que estar encuadrada en «arbitrar las medidas necesarias para el desarrollo de un nuevo modelo económico y social más justo y equilibrado para articular mecanismos inclusivos de generación de riqueza y de reducción de las desigualdades sociales». 

Y, por otro lado, necesitamos reinventar el modelo de gobernanza, apostando por nuevos ecosistemas o áreas base de competitividad, poniendo en cuestión las divisiones o fronteras administrativas tradicionales, que potencien las capacidades esenciales de ámbitos geográficos específicos de la Unión en un marco de solidaridad y cooperación.

El mundo está evolucionando permanentemente, con una mayor apertura y conectividad entre todas las áreas del mismo; la presencia de economías emergentes que mejoran sustancialmente su competitividad es cada vez más significativa; se reestructuran y descomponen las cadenas de valor globales, y todo nos indica que es necesario articular un diálogo constructivo que potencie la mejora de la calidad de vida de las personas. 

Tenemos que dar respuesta a este nuevo escenario potenciando las identidades propias con un elevado nivel de conectividad global, actuando frente a dilemas de toda índole que condicionan los niveles de bienestar de los pueblos.

Debemos tener una alternativa para promover la creciente interconexión entre las economías del mundo desde el respeto a las identidades y realidades específicas de cada región; debemos atacar el individualismo creciente en la sociedad, generar ecosistemas de desarrollo basados en la Comunidad; hay que huir del culto a la inmediatez y lo efímero que se ha instalado en las economías occidentales y volver a diseñar políticas de largo plazo; tenemos que superar la visión de los “espacios container” de muchas organizaciones y apostar por la interconectividad global; incorporar la multiculturalidad en todas nuestras actuaciones; y generar un mundo más dinámico, mediante el diálogo y la construcción de nuevos espacios de participación, fijando un marco propicio para la solidaridad y las políticas de reducción de las desigualdades sociales.

Porque la nueva configuración geográfica de la competitividad ya es una realidad: la mayor parte del crecimiento económico mundial actual se produce en las ciudades. Así, 25 ciudades del mundo representan hoy en día el 50% del bienestar mundial (según datos de Naciones Unidas). Según el Instituto Oxford Economics, las 750 ciudades más dinámicas del planeta concentran el 57% del Producto Interior Bruto mundial. Se prevé que la mayor parte de la nueva riqueza económica de las próximas décadas se producirá en torno a megaciudades o megarregiones, como nuevos espacios geográficos o “áreas base” del desarrollo económico y social del planeta. 

Identidad y cohesión social

Con independencia de mi posición ideológica en favor de alcanzar en Euskadi mayores cuotas de autogobierno para desarrollar nuestra propia identidad nacional y social, esta realidad nos debe impulsar a establecer un posicionamiento geoestratégico que facilite nuestra presencia en las redes globales, a promover mecanismos de conectividad para todos los estamentos de la sociedad vasca mediante una adecuada colaboración público-privada, a fortalecer la identidad como mecanismo de diálogo frente a la tendencia a la homogeneización global. Todo ello implica una profunda transformación de las relaciones con otros territorios, para fomentar y fortalecer el ecosistema de competitividad que nuestro País ha ido construyendo a lo largo de la historia.

Como bien establece el economista americano Paul Krugman, «está totalmente demostrado que una sociedad con profundas desigualdades sociales es un elemento de permanente lastre al crecimiento, mientras que una adecuada política de distribución de las rentas constituye una base para una economía más competitiva». Y continúa: «No hay ninguna evidencia que demuestre que haciendo más ricos a los ricos se produzca un enriquecimiento del Territorio en su conjunto, hecho que sí se produce cuando mejoramos las rentas de la población más necesitada».

Múltiples fuentes del mundo económico confirman esta afirmación, demostrando que los países y regiones donde se producen menores niveles de desigualdad social obtienen los mayores niveles de crecimiento sostenido y duradero. Esta certeza ha presidido la actuación de las administraciones vascas en los últimos años. No nos descubre nada que no sepamos en nuestra sociedad –cuyo rasgo distintivo es precisamente éste–, pero ratifica el camino que debe seguir Euskadi en el futuro.

Coincidiendo plenamente con el insigne profesor, considero imprescindible seguir avanzando en la generación de un modelo propio que combine la generación de riqueza y la reducción de las desigualdades sociales, tanto en las políticas públicas como en las organizaciones privadas. Y que, además, se enriquezca con nuevas visiones económicas, sociales y competitivas, sobre la distribución de las rentas generadas, cómo hacer frente a los retos globales y mantener el compromiso intergeneracional en nuestras actuaciones, profundizando en unos valores sociales presididos por la solidaridad, el esfuerzo, la cooperación, el diálogo, la multiculturalidad, etc.

Tenemos una sociedad fuertemente impregnada del espíritu comunitario, con una participación activa de individuos y asociaciones en favor de la mejora de la calidad de vida de la ciudadanía, y un trabajo sistemático en modelos eficientes de colaboración público-privada. No es casualidad que ocupemos un lugar destacado en el ranking del Índice de Desarrollo Humano, uno de los indicadores de cohesión social más reputados en el mundo.

Modelo de empresa y educación

Nuestro modelo de empresa, con una fuerte incidencia de la participación de los trabajadores (en cualquiera de las modalidades societarias existentes), contribuye a una mejor distribución de la renta, a configurar proyectos competitivos de largo plazo, y genera un fuerte enraizamiento con la sociedad y el territorio. Es una apuesta por la competitividad que procura el desarrollo del proyecto empresarial y la visión social de la empresa.

Por ello defiendo que tenemos que crear organizaciones cada vez más centradas en los valores participativos, pues son –como dice el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz– «la alternativa al modelo económico fundado en el egoísmo y que fomenta las desigualdades, y son las que mejor pueden enfrentar los riesgos de una economía que será cada vez más volátil».

Tenemos que encontrar el camino para lograr que nuestra sociedad se vaya adaptando con rigor, precisión y agilidad a los cambios que se están produciendo en el mundo y en nuestro entorno más cercano. En mi opinión, la calidad de nuestro sistema educativo determinará la bondad de nuestro proyecto de futuro. Como proclama Peter Senge, «la única fuente de ventaja competitiva sostenible en el futuro, es la calidad del sistema educativo de un país».

En este camino, mi prioridad sería una apuesta decidida por la revolución de nuestro sistema educativo, que tiene grandes virtudes y capacidades, pero debe ser la pieza angular del proceso de transformación social implícito en el nuevo mundo en el que tendremos que competir en este siglo. La lucha por el talento, la aparición de nuevos modelos de generación de riqueza, la creciente inserción internacional, la necesidad de vivir en la multiculturalidad, los avances científico-tecnológicos, etc., nos obligan a generar un nuevo espacio educativo adaptado a este entorno como potenciador de nuestra sociedad vasca del mañana. Coincido plenamente con Nelson Mandela cuando establece que «educar, educar, educar, es la misión fundamental de todos los dirigentes en la sociedad».

Creo sinceramente que necesitamos un movimiento social que trabaje por una transformación del sistema educativo: debemos formar a nuestras niñas, niños y jóvenes en valores, competencias y conocimientos adaptados a las nuevas realidades, formar al profesorado con la máxima exigencia (no puede ser que durante años Magisterio haya sido una de las carreras menos reconocidas y con menor exigencia formativa) y una adecuada compensación, generar métodos que fomenten la curiosidad intelectual del alumnado, el rigor crítico, la capacidad de aprender, el trabajo en equipo, el emprendizaje, la creatividad, la diversidad, la integración competitividad/cohesión social, etc.

Una apuesta transformadora para contribuir a la construcción de un mundo más justo y cohesionado desde Euskadi.