Victor ESQUIROL
VERSIÓN ORIGINAL (Y DIGITAL)

La fiebre del reencuentro

Hubo una época gloriosa en que el panorama de series televisivas estaba prácticamente monopolizado por una sola factoría. Fueron unos años cuyo recuerdo, ahora, ha adquirido casi el estatus de mito. «No es televisión», decía aquel famoso eslogan, «es HBO». Y en efecto, las creaciones de aquella productora por cable (todas ellas) se situaban un par de peldaños por encima de todas las demás. De hecho, el boom actual del relato serializado no se entiende sin aquellos magníficos destellos (por fascículos) de genio. “Los Soprano”, “A dos metros bajo tierra”, “The Wire” o “Deadwood” son solo algunas muestras de aquel formidable fenómeno, y como tales, aguantan el paso del tiempo, como si este no fuera con ellas.

Esta es, precisamente, una de las líneas maestras en “Deadwood: La película”, suerte de episodio alargado (de casi dos horas de duración) que debe servir para despedir, por todo lo alto, la obra magna de David Milch. La HBO mira hacia el pasado y suspira con añoranza, en un esto que, no en vano, ha definido históricamente al más «salvaje» de los géneros cinematográficos. El western vuelve pues a respirar en ese polvoriento puesto avanzado, en aquella Dakota del Sur que aún se estaba recuperando de las secuelas de la Fiebre del Oro.

Casi quince años han pasado desde la emisión del último episodio de tan celebrada serie. Y se nota. Para bien. David Milch firma otro guion memorable, demostrando un control y comprensión absolutas sobre cada una de las criaturas de este peligroso ecosistema. El sheriff, el alguacil, el dueño del burdel, las prostitutas que trabajan para este último... estos años de lapso también se notan en sus rostros, y en sus respectivos arcos dramáticos, los cuales no han parado de evolucionar.

Así, las arrugas y las canas presentes en Timothy Olyphant, Ian McShane, Molly Parker o John Hawkes se convierten en las marcas de una geografía humana, que para mayor gozo, se reivindican como micro-capítulos de un libro de Historia mucho más universal de lo que en un principio podía parecer.

Así pues, los parajes montañosos del oeste americano, así como los escenarios más típicos del género, se dedican a reflejar los claroscuros de una condición humana obligada a tropezar, una y otra vez, con la misma piedra. La avaricia, los celos, la envidia y la ira se erigen en materiales de construcción fundacional, en lo que solo cabe definir como la culminación a una (re)visión heroica en su carácter desmitificador.

A pesar del desánimo que pueda transmitir el tono general del relato, David Milch encuentra el espacio suficiente para que el ingrediente más importante de todos (esto es, el calor humano) palpite con una fuerza que ni el avance implacable del «progreso» (ese crimen imperdonable) pueda enfriar. En este sentido, las últimas escenas de este drama coral son de una emoción tal (en la escritura, en la interpretación, en la puesta en escena), que hasta parece que los personajes puedan escapar del destino funesto al que parecía que les condenaba ese trágico género fílmico.