Oihane LARRETXEA
DONOSTIA
Entrevista
NAROA PÉREZ IGUARAN
FOTÓGRAFA

«Necesitamos confirmar con las manos lo que vemos con los ojos»

La fotógrafa Naroa Pérez Iguaran ha vuelto unos días desde Londres a su Donostia natal con motivo de su último proyecto, «The trail of touch» (El rastro del tacto), una reflexión sobre el tacto a través de la fotografía. Parte del trabajo lo ha recopilado en un fotolibro muy especial, donde las páginas son tela, madera o corcho. La piel y sus líneas es el siguiente paso; lo quiere llevar a porcelana traslúcida.

La fotografía de Naroa Pérez Iguaran puede que vaya a contracorriente. Y que rasgue las normas de lo establecido. ¿Cuántas veces se nos ha advertido de que las fotos no se tocan, que las marcas de los dedos no desaparecen después? Ella ha ido más allá: no solo permite que se toque, sino que las hace con ese propósito, al menos en su último proyecto, “The trail of touch” (El rastro del tacto), que le ha llevado dos años en el laboratorio y que ha recopilado en un fotolibro muy particular.

Se trata de una profunda reflexión artística sostenida de forma teórica sobre el sentido del tacto, precisamente, en el marco de una disciplina artística a priori incompatible con las caricias de las yemas de los dedos. Hay quien considera las obras de la donostiarra Pérez Iguaran «esculturas fotográficas», aunque para ella es, «simplemente», fotografía.

La edición del fotolibro la ha traído estos días a Donostia. El Museo San Telmo ha organizado para este 2020 una programación específica del fotolibro, valiéndose de la colección privada de Gabriela Cendoya, que consta de 2.506 ejemplares y que gestiona la pinacoteca. El de Pérez Iguaran forma parte de esa especial colección.

Han sido más de dos años de intenso trabajo de producción, primero haciendo pruebas y luego creando la obra. El resultado han sido 22 libros hechos a mano uno a uno con obra original en su interior. La portada es de corcho y la contraportada de tela. Dentro hay tres tipos de papel japonés, más tejido y algo de madera. En una de las «páginas» un pequeño texto que reivindica el sentido del tacto. Touch, touch, touch… (toca, toca, toca…) nos anima. Lo ha escrito golpeando la almohadilla de la máquina contra el papel. Dejando rastro. Evidencia del contacto. Tinta negra sobre celulosa.

Meterse «en la historia» del fotolibro le deba miedo, admite. «Respeto mucho el libro y no sabía si iba a ser capaz de gestionarlo. No obstante, mi obra era tan texturizada, tan de contacto, que creí que era el mejor formato. Yo ponía mi obra en la pared o sobre una mesa y nadie la tocaba. Nadie se atrevía», cuenta.

Desde ahí partió la reflexión y nació la idea posterior. «¿Qué objeto cotidiano tocamos sin reparos, lo manoseamos y lo pasamos de unos a otros?». Efectivamente: el libro. Es así como la obra más reciente de esta fotógrafa afincada en Londres desde hace seis años pasó de las paredes de las salas de exposición al fotolibro.

Su fotografía es de todo menos convencional, eso ha quedado claro, aunque el proceso de revelado que hay detrás de cada pieza no dista tanto del método «habitual». El resultado son pequeñas piezas o telas u otros materiales naturales sobre las que quedan impresas las imágenes que capta con su cámara. «Utilizo una emulsión líquida que lleva gelatina en su composición. Esta se adhiere sobre todo a las fibras naturales, convirtiendo ese material en fotosensible», explica. Los pasos posteriores son idénticos, como si se tratara de papel fotográfico. Tiene una sola pega, si es que la tiene: la emulsión a color no existe, y solo es posible hacerlo en blanco y negro. Bello y elegante. Sutil pero contundente. «Es paradójico porque yo soy una fotógrafa de color. Algún día lo retomaré, de eso no me cabe duda», afirma.

La parte artesanal

Su actividad como fotógrafa la comenzó en su ciudad natal, Donostia, aunque es en la capital londinense donde ha apuntalado su carrera. Pero como en toda historia, los comienzos fueron otros bien distintos. La de Pedagogía fue su primera titulación universitaria, aunque por aquel entonces sentía que la fotografía la llenaba. Su deseo inicial de cursar Bellas Artes en Leioa no tuvo lugar.

Como aficionada, se formó en el Instituto Vasco de Fotografía Ivasfot, entonces Amaiur, donde aprendió «muchísimo». Le interesaba el lado artístico y trabajó en interiorismo y en arquitectura. Después pasó por el estudio Martín y Zentol de Oiartzun, pero «después de tanto tiempo en temas comerciales echaba en falta volver al laboratorio, que es la parte más artesanal del oficio», reivindica.

Fue entonces que se cruzó en su camino la oportunidad de gestionar el espacio dedicado a la Fotografía en Arteleku, tres años «apasionantes» y muy especiales. «Fue una etapa muy intensa», resume.

Recuerda que organizó unos talleres más que técnicos artísticos con cuatro reconocidos fotógrafos y que se apuntaron personas de todo el Estado español. Fue uno de los ponentes, Xabier Ribas, fotógrafo y en la actualidad profesor en la Universidad de Brighton, quien le animó a marcharse a Londres. Y hasta hoy.

«Él me dijo de marcharme a hacer ‘fotografía de verdad’. Ni en Euskal Herria ni en el Estado hay ningún título oficial de fotógrafo, me refiero universitario. Primero haces Bellas Artes y luego te especializas. Ni si quiera teníamos posibilidad de estar colegiados como tal. Podemos estar en ‘artes gráficas’, pero si eres autónoma estás en ‘artes y oficios’. Es bastante confuso. En Londres, por contra, existe una universidad con su licenciatura. Los estudios son específicos y monográficos. Es otro mundo», aclara.

El caso es que con 32 años dejó su casa y su día a día para marcharse con «una mochila enorme» en la espalda.

Las manos para «ver»

Afirma que su trabajo actual es fruto, sin duda, de una evolución. Dice que es inevitable. Ha aprendido en la universidad londinense que «la parte visual ha de llevar una referencia teórica. Durante muchos meses he leído sobre el tacto. Muchísimo. Por ejemplo, tengo presente a Constance Classen. Ella habla de las artes visuales y el tacto, y de cómo al principio en los museos se tocaba ‘todo’ y ahora no se puede tocar absolutamente nada. En parte, claro, por el deterioro de las obras, pero la verdad es que existe ese control social», opina.

Habla de las vitrinas o los gruesos cordones de terciopelo con los que se marcan las distancias entre el público y el arte. «En la Tate Modern, por ejemplo, suena una sirena horrorosa si te acercas ‘más de lo debido’. Todo el mundo te observa. En ese momento te mueres de la vergüenza».

Nos reprimimos y nos coartamos a la hora de alargar la mano. «Todo el mundo necesita sentir y saber. Que la obra de Eduardo Chillida esté al aire libre y puedas tener contacto con ella me parece algo maravilloso. Necesitamos confirmar con las manos lo que vemos con los ojos, y precisamente que sea el sentido que más restringido tenemos… Intento crear un debate y preguntar si quizá no nos estamos excediendo».

Los cactus están muy presentes en esta parte de su obra. Comenzó de forma inconsciente tomando imágenes de estas plantas en el Barbican Centre de Londres, una especie de herbario gigante. Carretes de 35 mm y muchos cactus, esponjosos, redondos, tentadores pero peligrosos. Justo la idea que buscaba. «Apetece tocarlos pero sabes que no puedes. Lo que hago es llevarlos a un material que tiene y no tiene que ver. Busco texturas y rugosidades. A la gente le encanta toquetear estas piezas», cuenta.

La piel es otro tema que le atrae y en el que ya trabaja. Ha sacado fotografías de las barbas de varios hombres y pretende llevarlo a la porcelana. «La piel me parece un mapa, un territorio donde cada línea cuenta algo. Las cicatrices, por ejemplo, son recordatorios de algo que nos ha pasado y que normalmente tienen que ver más con lo malo que con lo bueno. Es la memoria de cada uno, forma parte de la historia personal. Nuestra piel memoriza más el dolor que el placer, por eso creo que buscamos el contacto, porque tenemos que recuperar el placer».

Imprimir la textura de la barba y la piel sobre fina pero resistente porcelana, a poder ser traslucida. Será otra entrega del proyecto “The trail of touch”, que evoluciona de forma natural, sostiene.

Pero lo dicho, desea volver al color, y puede que lo haga con un proyecto fotográfico que abordará el miedo. «Hace tiempo que hago fotos nocturnas. En Londres los parques dan mucho miedo por la noche, y quiero apelar a ese sentimiento que muchas veces es infundado, en ocasiones diría incluso ridículo porque nos autosugestionamos».

No sabe si ha llegado a donde se había planteado, pero dice sentirse «feliz» desde este lugar en el que se encuentra. Ha vivido experiencias «super cañeras», ha conocido a gente «muy interesante» y ha tenido »momentos muy bajos» y otros que «no esperaba», como la visita a la Universidad de Oxford porque querían un fotolibro para su biblioteca. «He vivido cosas que se salían de los planes y eso es una gozada», resume.