Alberto PRADILLA
MÉXICO

El Covid-19 golpea a los migrantes centroamericanos en tránsito hacia EEUU

Héctor Rolando Barrientos Dardón, guatemalteco de 42 años, murió asfixiado tras un motín que tuvo lugar el 1 de abril en la estación migratoria de Tenosique, en el estado de Tabasco. Había llegado con su mujer y su hijo huyendo de la extorsión de las pandillas y pidió refugio en México. En lugar de garantizarle protección, las autoridades migratorias lo encerraron junto a otros solicitantes de asilo y migrantes en situación irregular. Murió ahogado cuando cientos de personas que exigían ser liberadas por miedo a contagiarse de Covid-19 prendieron fuego a unos colchones en el interior de la estación migratoria.

La muerte del guatemalteco pone en evidencia el descontrol en el que se encuentra el sistema migratorio en México en medio de la emergencia sanitaria. Antes, cuando no existía la amenaza de un virus, las condiciones de migrantes en tránsito a Estados Unidos ya eran difíciles. Ahora su situación ha empeorado, porque carecen de los escasos apoyos de los que disfrutaban antes y son una de las poblaciones más vulnerables al contagio.

El panorama es desolador. Los albergues están colapsados y carecen de apoyos contra el virus, los centros de detención están saturados y no pueden garantizar que no habrá contagios y los cierres de fronteras han dejado al país en medio de una doble presión: Estados Unidos deporta sin siquiera tenerlos dos días encerrados y El Salvador y Honduras se resisten a recibir a sus ciudadanos retornados. Todo ello unido a la parálisis derivada del coronavirus, que implica que las organizaciones de la sociedad civil no puedan monitorear las vulneraciones de derechos humanos como hacían en el pasado.

En el norte todo ha cambiado. Desde hace dos semanas, Estados Unidos anunció que deportaría a aquel que sea sorprendido cruzando de forma irregular en la frontera. Esto aplica para mexicanos y también para guatemaltecos, hondureños y salvadoreños, que México están siendo aceptados como si fuesen nacionales.

Aquí, México utiliza el mismo modelo del plan “Remain in Mexico”, por el que Estados Unidos comenzó a devolver al sur a los solicitantes de asilo. En 2019, al menos 62 mil personas fueron retornadas a Baja California, Chihuahua y Tamaulipas, estados con altos índices de asesinatos. El cambio ahora es que las personas que devuelven no son solicitantes de asilo, que tendrían la esperanza de regresar y pelear su caso con un juez. Ahora son deportados puros y duros. Llegan, además, a un territorio colapsado. Ahí están los que pidieron asilo hace meses y aguardan su cita. Abrumados ante la imposibilidad de proteger a todos, los albergues tomaron la decisión de cerrar y quedarse en cuarentena con las familias que ya estaban en su interior. Eso implicó que cientos de personas quedasen abandonadas a su suerte en el norte de México.

Para ellos, el INM ha dispuesto unos autobuses que los trasladan a la frontera sur. Es una especie de deportación voluntaria para quien no tiene dónde refugiarse. Sin embargo, aquí se han encontrado con otro problema: los países centroamericanos no están dispuestos a recibir sin control a sus propios paisanos. Guatemala, hasta el momento, sí que acepta a deportados por tierra y aire siempre y cuando sean guatemaltecos. No así El Salvador y Honduras, que han sellado sus fronteras. Así, ocurren situaciones como la del miércoles, en la que casi 500 migrantes que estaban siendo devueltos desde México terminaron abandonados en la frontera de Talismán, en Chiapas. No podían regresar a su país porque Guatemala pedía coordinación con el resto de países del Triángulo Norte. No podían ser encerrados en Siglo XXI, la mayor estación migratoria de América Latina, porque no tiene espacio. Y no podían quedarse en la zona porque los pobladores amenazaban con lincharles, temerosos de que pudiesen estar contagiados.

El sistema por el que miles de personas son deportadas cada año desde Estados Unidos y México ha saltado por los aires a causa de la pandemia y lo que ahora nos encontramos son deportaciones exprés por el norte, fronteras cerradas por el sur y un agujero negro en México que impide monitorear las violaciones a los Derechos Humanos.

Si llegan por el norte y por el sur no pueden salir, es lógico pensar que miles de migrantes están quedando atrapados en México. Solo hay dos opciones de alojamiento: los albergues, que están saturados y que han denunciado la ausencia absoluta de apoyo del gobierno y los centros de detención. En estos últimos se desconoce qué es lo que está ocurriendo ya que las organizaciones de la sociedad civil dejaron de entrar hace dos semanas. Desde entonces se han registrado motines en tres centros de detención.

Todos los cambios registrados en las últimas dos semanas han sido perjudiciales para los exiguos derechos de los migrantes. Habrá que ver si los gobiernos de Estados Unidos y México, socios fieles en la política de detención y expulsión de pobres y víctimas de la violencia, querrán luego dar marcha atrás. Las previsiones no son buenas. Y es de suponer que la crisis económica que llegue cuando la pandemia haya sido superada provocará nuevas olas migrantes procedentes de países que sufren condiciones miserables y que dentro de seis meses estarán todavía peor.