Raimundo Fitero
DE REOJO

Hipocondría

Asientos separados, mamparas, mascarillas en todas sus formas y modelos, un diseño de la restitución de los derechos olvidados que acaban, de momento en un concepto que no cabe en mi catecismo: hipocondría social. La anormalidad sicológica de la ciudadanía se debe estabular en una estantería de la superchería, el tremendismo o la temeridad que roza con la soberbia. No voy a hacer análisis de las manifestaciones que me muestran las televisiones, siento rabia incontenible al ver ese desastre político y sociológico que es ver a los irresponsables políticos de la Comunidad de Madrid, repartiendo bocadillos de calamares (sic) en Ifema, en el momento del cierre de un hospital de campaña montado por el ejército español en un tiempo récord y que fue una plataforma propagandística impagable en el mercado. Junto al cierre estratégico va el despido de diez mil sanitarios contratados para contener el aluvión de muertes que sigue siendo excesiva.

Desde mi ventana veo a gente corriendo, en bici, con patines, en solitario y en compañía de otros. Todos levantan la cabeza, respiran como si el ambiente estuviera limpio de coronavirus. Pero la hipocondría social ejerce su presión silenciosamente. Hay un número indeterminado de conciudadanos que se mantienen en su casa, sospechan que en la calle está todavía esperándonos la infección camuflada, que los vecinos, las que nos dan la vez en la farmacia o los controladores de los servicios públicos, pueden ser portadores asintomáticos. A estas personas asustadas les doy mi sentido abrazo de sentimiento. Se nota una urgencia insana, una angustia desatada para volver a la anormalidad de mañana y puede ser la preparación de un rebrote. Aunque ya que estamos en este territorio de la relatividad, ¿cuántos muertos diarios consideramos como algo asumible?