Un grupo de pensionistas entregó ayer en Ajuria Enea un extenso documento con sus reivindicaciones. Es, en buena medida, la respuesta a la carta pública con la que el lehendakari Iñigo Urkullu contestó en febrero a las reclamaciones del colectivo. En el documento le recriminan, entre otros elementos, el obviar la brecha de género, que se multiplica al hablar de pensiones, así como el escudarse en la falta de competencias para no hacer nada.

Ni antes de la pandemia ni ahora ha querido el lehendakari reunirse con representantes de los pensionistas, aunque estos lo han pedido formalmente en tres ocasiones. Tampoco será ahora, inaugurada formalmente una campaña que el propio Urkullu lanzó hace ya meses. Es uno de los grandes lastres que arrastra la política en la CAV durante el último medio año, como mínimo. Se alega de forma bastante infantil que sin elecciones no hay democracia, olvidando que fue Lakua quien puso en la agenda unas elecciones que no debían tener lugar hasta otoño de este año, y pasando por alto que una democracia es –o debería ser– bastante más que un mero proceso electoral, que debe ser el marco en el que un país delibere consigo mismo y dé respuesta a los retos que tiene delante. El futuro de las pensiones, y junto a él, la carpeta de las residencias –abierta de forma descarnada por el coronavirus–, son dos de los grandes retos pendientes, pero no parecen estar en la lista de prioridades de un Ejecutivo más pendiente de la demoscopia que de hacer avanzar esta parte del país.

Se dice que lo urgente resta tiempo a lo importante, pero en la CAV no hay espacio ni para lo urgente ni para lo importante. Los objetivos electorales del PNV han condicionado la toma de decisiones durante la pandemia –lo urgente– y han guardado en el cajón durante meses debates y decisiones importantes para el futuro. Pasarán las elecciones, y gane quien gane, esos retos seguirán ahí, multiplicados por los efectos de la pandemia, y por la inacción.